¿Se puede ser amigo de tus hijos? El vínculo, los límites y la magia de la complicidad

El psicólogo Javier De Haro ofrece claves para una buena relación con los niños y adolescentes

Un padre y un niña se muestran cómplices y felices
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Maite Fernández

La complicidad con los niños

Maite Fernández

Murcia - Publicado el

3 min lectura

Es una frase que escuchamos a menudo: “Mi madre es mi mejor amiga”, “Mi padre es como un colega”. Y aunque suena entrañable, lo cierto es que detrás de esas palabras se esconde uno de los debates más eternos en la crianza: ¿pueden los padres ser amigos de sus hijos?

La respuesta es un no… pero también un sí, según el psicólogo y educador Javier De Haro. Los límites deben existir y eso hace que la amistad no pueda ser bajo el concepto clásico que se puede tener con los amigos.

“No podemos ser amigos en el sentido estricto de la palabra”, aclara el psicólogo. “Un padre o una madre tiene que educar, poner límites, asumir una responsabilidad que un amigo no tiene. Si tu hijo hace chuletas o bebe alcohol con 14 años, no puedes reaccionar como un amigo: tienes que educar, corregir y guiar”.

Pero lejos de lo que muchos temen, eso no significa una relación fría, distante o autoritaria. Porque entre la autoridad y la amistad, existe un espacio mágico: la complicidad.

Educador y psicólogo

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Para llegar a esa complicidad que tanto anhelan padres e hijos, primero hay que construir un vínculo sólido, basado en la presencia, la escucha, la estructura y el afecto, según explica el experto psicólogo.

“Un niño necesita saber que sus padres están ahí, que lo observan, lo valoran y le dan un marco de referencia con normas claras”, explica de Haro. “Esa estructura les permite crecer con seguridad en un mundo caótico”.

Y una vez ese vínculo está construido, la complicidad florece casi de forma natural: en un juego compartido, en un saludo especial, en una broma familiar que nadie más entiende. Esos pequeños rituales crean un lenguaje común que acerca y fortalece.

esa complicidad se trabaja

“Generar complicidad a veces requiere planificar. Suena poco romántico, pero si no nos obligamos a crear momentos con nuestros hijos, la rutina se lo lleva todo”, sostiene el psicólogo.

No se trata de llenar la agenda de actividades. Se trata de hacer sitio al niño que fuimos, de perder la vergüenza y bailar, reír, saltar en la cama si hace falta. Porque en esos momentos de juego y ternura se construyen los recuerdos que se quedan para siempre.

“Un día, una madre me contó cómo su hija adolescente no quería hablar. Estaba encerrada, enfadada. El padre lo intentó y no funcionó. Entonces la madre entró en la habitación fingiendo ser una reportera: ‘Aquí vemos a mi hija, muy enfadada…’. Y la niña, entre risas, se abrió. 

La clave está en no confundir los roles. "No somos iguales a nuestros hijos. No somos sus colegas. Somos sus referentes. Pero eso no quita que podamos tener una relación profundamente cercana, basada en el respeto mutuo y en el disfrute compartido".

Y aunque es más fácil sembrar complicidad en la infancia, cuando ellos son pequeños y “somos sus ídolos”, como dice Javier de Haro, nunca es tarde para cultivarla.

“Cuando crecen y son adolescentes, ya no es tanto jugar, sino estar, escuchar, no juzgar. Y eso también construye puentes”. Esa será una buena semilla para una buena relación de adultos.

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