José Cabrera: “La mayoría de los incendios no los provocan pirómanos, sino delincuentes”
El psiquiatra forense desmonta el mito del pirómano como figura frecuente en los incendios forestales y advierte de que la mayor parte de estos delitos responden a conductas delictivas, imprudencias graves y afán de notoriedad

Entrevista José Cabrera
Madrid - Publicado el
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El psiquiatra forense José Cabrera ha puesto sobre la mesa un dato contundente: solo un 1% de los incendios provocados son obra de verdaderos pirómanos, entendidos como personas con un trastorno del control de los impulsos. El resto, afirma, obedece a conductas imprudentes, motivaciones económicas o deseos de notoriedad. “Aquí lo que tenemos son imprudentes, gamberros y delincuentes”, subraya, diferenciando claramente la patología psiquiátrica de la acción criminal.
Pirómano no es sinónimo de incendiario
Cabrera recuerda que la palabra “pirómano” pertenece al ámbito de la psiquiatría y que, al igual que ocurre con el cleptómano o el ludópata, se trata de un trastorno raro. “El pirómano de ficción apenas existe en la realidad”, afirma. Según explica, estos casos son residuales y se caracterizan por una necesidad compulsiva: prender fuego, ver cómo arde y cómo es apagado para liberar tensión.
Sin embargo, el psiquiatra advierte que en la mayoría de los incendios provocados no hay patología de este tipo. Los responsables suelen ser personas que actúan por intereses personales, desde venganzas y conflictos vecinales hasta la búsqueda de recalificaciones de terrenos o incluso de empleo. “Hay quien provoca un fuego para demostrar que su trabajo de bombero es necesario, pero en realidad lo ha encendido él mismo”, denuncia.
También existen conductas imprudentes que pueden tener consecuencias devastadoras: “Si tú prendes un fuego y pillas una casa o a unos campistas, puedes matar gente”, advierte, recordando que, además del delito ecológico, puede haber riesgo de homicidio.
Motivaciones: del rencor al afán de protagonismo
El perfil del incendiario, según Cabrera, no siempre responde a la imagen del “impulsivo primitivo”. En muchos casos, son personas con inmadurez emocional, complejos de inferioridad o rencores antiguos, que ven en el fuego una forma de “hacerse notar”. “Ahora voy a hacer algo por lo cual se me va a reconocer”, ejemplifica, señalando que algunos incluso buscan convertirse en héroes al apagar el fuego que ellos mismos iniciaron.

Para el psiquiatra, esta conducta se inscribe más en el ámbito de los trastornos de la personalidad que en enfermedades psiquiátricas graves como la esquizofrenia o el trastorno bipolar. “No es un trastorno psicótico, sino sujetos inestables con un afán de notoriedad y muy poco control de las censuras morales”, aclara.
Cabrera rechaza que estos casos deban confundirse con verdaderos pirómanos. “Deberíamos dejar de llamarles pirómanos y llamarles delincuentes o incendiarios”, propone, defendiendo que el término clínico quede reservado para quienes realmente padecen el trastorno del control de los impulsos.
Penas, excusas y peligros legales
El experto también denuncia el uso del término “pirómano” como estrategia de defensa en los tribunales. Explica que algunos acusados alegan desequilibrios mentales para intentar reducir condenas, pero subraya que la mayoría de los delincuentes no tienen diagnósticos psiquiátricos. “A los psiquiatras nos buscan mucho de excusa para muchos delitos, no solo este”, advierte.

En España, el incendio provocado puede ser castigado con hasta 20 años de prisión, una pena cercana a la del homicidio. Cabrera señala que, aunque estas condenas deberían disuadir, en ocasiones el afán de notoriedad pesa más que el miedo a la cárcel. “Cuando un sujeto es capaz de poner en riesgo su libertad personal durante 20 años es porque no ha podido evitar esa conducta”, explica. No obstante, alerta del peligro de considerar esto siempre un atenuante, ya que podría abrir la puerta a declarar inimputables a todos los incendiarios.
“La imputabilidad es lo único que podemos utilizar los ciudadanos para defendernos de este delito y de otros muchos parecidos”, concluye, insistiendo en la necesidad de diferenciar la enfermedad mental del acto delictivo y en aplicar la ley con firmeza para evitar tragedias humanas y ecológicas.