Un matrimonio visita la catedral de Zamora y descubre un tesoro que llevaba siglos a plena vista: nadie lo había notado

La pareja de historiadores del arte hizo un hallazgo inesperado; lo que parecía una simple urna en el relicario resultó ser uno de los tesoros más importantes del arte hispanomusulmán

Un matrimonio visita la catedral de Zamora y descubre un tesoro que llevaba siglos a plena vista: nadie lo había notado

JAVIER LIZÓN


Redacción TRECE

Publicado el

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Durante casi mil años, un delicado cilindro de marfil guardó secretos palaciegos, cruzó silenciosamente los siglos y acabó olvidado en un relicario. Solo el azar y la mirada atenta de un historiador lo devolvieron al lugar que le corresponde: entre las joyas del arte hispanomusulmán.

Conocido como el Bote de Zamora, o píxide de Zamora, esta urna de marfil tallada en el siglo X es una obra maestra del lujo omeya. Encargada por el califa Alhakén II, fue un regalo personal para su concubina Subh, madre de su heredero Hisham II. Pero su historia no se limita al esplendor del Califato de Córdoba: está también hecha de olvidos, redescubrimientos y polémicas parlamentarias.

Bote de Zamora (Califato Omeya de Córdoba)

Martínez Levas, Ángel (Museo Arqueológico Nacional)

Bote de Zamora (Califato Omeya de Córdoba)

 Un regalo para la madre del príncipe  

En el año 964 d.C., en el corazón del Califato, los talleres reales trabajaban con materiales traídos de África: colmillos de elefante, plata y esmalte negro. Bajo las órdenes del califa Alhakén II, el esclavo de confianza y gobernador Durri as-Saghir dirigía la creación de una urna sin igual, destinada a una mujer especial de la corte: Zoa o Subh, madre del joven Abd al-Rahman.

La inscripción cúfica en su tapa aún conserva el mensaje: “La bendición de Dios al Imam… de lo que se ha ordenado fabricar para la señora madre del príncipe Abd el Rahman, bajo la dirección de Durri as-Saghir, en el año 356 de la Hégira”. El artista, de nombre desconocido, dejó otra firma silenciosa: su estilo. Tanto, que los expertos lo bautizaron como el Maestro de Zamora.

El bote muestra una decoración de ensueño: gacelas adosadas, pavos con penachos y pájaros afrontados, todo enmarcado en una densa vegetación de tallos y flores, tallada con una finura excepcional. Esta iconografía, mezcla de elementos naturales y simbólicos, era habitual en los objetos que rodeaban a las mujeres del poder.

Bote de Zamora (Califato Omeya de Córdoba)

Relanzón, Santiago (Museo Arqueológico Nacional)

Bote de Zamora (Califato Omeya de Córdoba)

De relicario ignorado a joya nacional  

Y entonces, el silencio. Se pierde el rastro de la pieza durante siglos hasta que en 1367 aparece en el inventario del tesoro de la catedral de Zamora. Para entonces, su pasado califal había sido olvidado. En 1436 ya era un simple relicario que guardaba “piedras de los Santos Lugares”.

Tuvo que pasar medio milenio para que alguien reconociera su verdadero valor. Fue en 1903, cuando Manuel Gómez-Moreno y su esposa, historiadores del arte, lo descubrieron casi por casualidad durante una visita a la catedral. Al identificarlo como una obra maestra andalusí, alertaron al cabildo del tesoro que escondían sin saberlo. La pieza fue incluso exhibida en 1910, en la Exposición Regional Gallega.

Pero el verdadero giro llegó en 1911. El cabildo catedralicio vendió el bote al anticuario madrileño Juan Lafora por 52.500 pesetas. Gómez-Moreno, horrorizado por la posibilidad de que la urna saliera del país, movilizó al diputado Guillermo de Osma, quien llevó el caso hasta las Cortes. Intervino el presidente del Gobierno, habló José Canalejas, y los periódicos se hicieron eco del escándalo: ¿podía vender la Iglesia bienes de valor histórico nacional?

El Estado, presionado por la polémica, actuó rápidamente y compró la pieza por el mismo precio. El 14 de marzo de 1911 fue depositada en el Museo Arqueológico Nacional, donde sigue expuesta hoy, visible desde todos los ángulos, libre ya del olvido.

El Bote de Zamora es mucho más que un objeto exquisito: es la historia de un regalo palaciego, una pieza extraviada y una batalla cultural. Es testimonio de cómo el arte puede sobrevivir a la desmemoria y cómo, a veces, es necesario que alguien mire más allá del polvo de los siglos para que una obra recupere su voz.

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