Acutis y Frassati

Escucha la Firma de José Luis Restán del jueves 4 de septiembre

Acutis y Frassati
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La firma de José Luis Restán

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

2 min lectura

El próximo domingo León XIV presidirá las primeras canonizaciones de su pontificado y las dos figuras que se nos pondrán delante de los ojos son todo un mensaje: Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati. Ambos fueron laicos, ambos murieron jóvenes después de una vida apasionada en la que se entregaron sin medida, ambos se zambulleron sin miedo en el tiempo que les tocó vivir, con sus tribulaciones y esperanzas. Para ambos, la Iglesia fue el hogar del que nacía su fuego para vivir, y donde encontraban la luz en las tormentas y el consuelo en sus dolores. No fundaron ninguna obra que haya perdurado ni realizaron gestos excepcionales. Sencillamente, mostraron de forma radiante la belleza de su humanidad cambiada por el encuentro con Cristo: en el estudio, en sus relaciones de amistad, en su forma de estar en los ambientes donde se movieron. En ellos se ve claramente que un santo, tal como la Iglesia lo entiende, no es un superhombre, ni un héroe de película. No hacen falta condiciones especiales, ellos no las tenían. El santo es el hombre que vive en plenitud, a la medida de Cristo, en el éxito y en el fracaso, en la salud o en la enfermedad.

Ayer celebramos la memoria de San Gregorio Magno, un gran reformador que, sin embargo, dedicó parte importante de su tiempo a escribir sobre la vida de algunos santos de su época, entre ellos San Benito. En aquel momento el sur de Europa estaba sumido en el caos y muchos hablaban del inminente fin del mundo. Gregorio, para contrarrestar la barbarie, comenzó a dibujar una serie de retratos de Cristo tal como se había revelado en la vida de hombres y mujeres con los que la gente podía identificarse.

Hoy la barbarie también acecha, en realidad, como siempre. La Iglesia alza a la vista de todos vidas tan sencillas y hermosas como las de Acutis y Frassati, como un faro de esperanza para el mundo. Si hay algo que documenta la impensable juventud de la Iglesia, tras dos mil años de travesía, es que en ella siguen floreciendo los santos.

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