Los Países Bajos, el germen de todos los movimientos independentistas que ha sufrido la Monarquía Hispánica a lo largo de los siglos
El abogado general de la Unión Europea, Dean Spielmann, ha avalado en términos generales la ley de amnistía

'La rendición de Breda' o 'Las lanzas', Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (h. 1635)
Madrid - Publicado el
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El abogado general de la Unión Europea, Dean Spielmann, ha avalado en términos generales la ley de amnistía al considerar que "parece haberse aprobado en un contexto real de reconciliación política y social y no constituye una autoamnistía" y no "incluye violaciones graves de derechos humanos".
En sus conclusiones, que no son vinculantes pero pueden orientar al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), Spielmann defiende que la norma responde a un proceso democrático legítimo y busca la "normalización institucional y la reconciliación social" tras la crisis catalana de 2017.
El informe responde a las cuestiones prejudiciales planteadas por el Tribunal de Cuentas y la Audiencia Nacional sobre las responsabilidades contables de los exdirigentes de la Generalidad y los procesos por terrorismo a miembros de los Comités de Defensa de la República (CDR).

El abogado sostiene que los gastos vinculados al proceso independentista "no afectaron a los intereses financieros de la UE" y que la ley "no contradice la directiva de lucha del terrorismo", al excluir expresamente los actos que supongan violaciones graves de derechos fundamentales.
No obstante, el letrado advierte también de la existencia de posibles conflictos con el derecho europeo en algunos aspectos como el plazo de dos meses que la ley concede a los tribunales para aplicar la amnistía. Considera que esta disposición podría ser "incompatible con el derecho a la tutela judicial efectiva", especialmente si obliga a resolver antes de que el TJUE emita su fallo.
Su dictamen contrasta en parte con el realizado por el representante de la Comisión Europea, que había cuestionado que la ley respondiera a un interés general y la interpretó como resultado de "un acuerdo político para lograr la investidura del Gobierno de España".

Puigdemont en un mitin en Barcelona en agosto de 2024 desafiando la orden nacional de detención que hay contra él
El independentismo es un movimiento político cuyo objetivo único y último es la separación total de un territorio de otro. Se trata de un fenómeno que no entiende de izquierdas ni de derechas, y que, desde luego, no es ajeno a la historia de España. Desde las Provincias Unidas hasta Cuba, Filipinas o Puerto Rico, nuestro país ha vivido varios procesos independentistas a lo largo de los siglos.
Hoy vamos a retroceder hasta el reinado de Felipe II en el siglo XVI, cuando comenzó el que puede ser considerado como el primer proceso secesionista que vivió España, y veremos cuál fue su desenlace ocho décadas después bajo la administración de su nieto, Felipe IV.
EL NORTE DE EUROPA SE REVELA
Cuando murió el rey Carlos, su hijo, Felipe II recibió como herencia una amplia lista de territorios. Entre ellos estaban las Provincias Unidas, unos dominios, ubicados en el norte de Europa, y cuya realidad era muy distinta a la castellana. Eran económicamente prósperos, urbanos y comerciales, culturalmente diversos y con una fuerte tradición de autonomía local y libertad religiosa.

'Carlos V y Felipe II', retrato de Antonio Arias Fernández (1639-1640)
Felipe II quiso centralizar el poder y reforzar el catolicismo, algo que chocó con las élites locales y con la creciente influencia del protestantismo, especialmente calvinista. El choque se convirtió en revuelta y se produjo durante la regencia de Margarita de Parma, hermana ilegítima del rey que asumió esta responsabilidad mientras su hermanos estaba en España.
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Sin embargo, Manuel Rivero Rodríguez afirma en su libro titulado La monarquía de los Austrias (2017) que "el rey pensaba que su hermana era incapaz de contener el desorden, por lo que tomó la decisión de cesarla y de nombrar como gobernador general de los Países Bajos a don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba. (...) En agosto de 1567, el duque de Alba aplastaba la revuelta e implantaba una administración militar, dando a conocer que disponía de poderes extraordinarios para pacificar el territorio".
La cuestión de Flandes es una en la que, como nos dice el historiador Manuel Fernández Álvarez en España. Biografía de una nación (2010), "nos encontramos otra vez con las justicias del rey. En este caso, con la ejecución de miles y miles de súbditos de los Países Bajos y entre ellos, como más destacados, dos de los nobles flamencos de más alta categoría: los condes de Egmont y de Horn".

Retrato de Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba (copia)
Pronto los acontecimientos demostrarían que aquella política del miedo no era el camino acertado. Fernández Álvarez acompaña este argumento con la opinión que escribe el padre Mariana en su Historia de España: "Este castigo más enbraveció los ánimos de los naturales que los espantó".
Felipe II nombró como gobernadores de estos territorios a Luis de Requesens, primero, y a don Juan de Austria, más tarde, con la intención de buscar una salida negociada al conflicto con los sectores más moderados de los rebeldes. Pese a este intento, Guillermo de Orange, el principal caudillo de la rebelión holandesa, aprovechó para convertir a las provincias de Holanda y Zelanda en un Estado federal del que fue nombrado su gobernador.
En marzo de 1580, Felipe II declaró fuera de la ley a Guillermo de Orange y le puso precio a su cabeza. Este último abjuró públicamente de su obediencia al rey y consiguió que los Estados Generales reunidos en La Haya hiciesen lo mismo en julio de 1581, declarando destituido a su soberano.

Guillermo de Orange retratado por Daniël van den Queborn
UN PARÉNTESIS LLAMADO FELIPE III
Tras la muerte de Felipe II, Felipe III heredó un Imperio español agotado económica y militarmente tras décadas de guerra en los Países Bajos. Durante su reinado, la política respecto a las Provincias Unidas cambió de la confrontación directa a la búsqueda de un respiro temporal, ya que el mantenimiento de la guerra resultaba extremadamente costoso para las arcas españolas.
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En 1609 se firmó la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas, un armisticio que permitió poner fin a los combates abiertos y que permitió a ambas partes del conflicto reorganizar sus economías y consolidar sus posiciones tanto militares como comerciales.
Durante este período, las Provincias Unidas fortalecieron su comercio marítimo y financiero, mientras que España mantenía su control nominal sobre los territorios del sur, como Flandes y Amberes, aunque con dificultades crecientes para sostener su influencia.
La tregua fue también un periodo de relativa calma política, pero no resolvió los conflictos de fondo: España seguía considerando a las Provincias Unidas como territorios rebeldes, y las tensiones religiosas y comerciales persistían.

Felipe III retratado por Juan Pantoja de la Cruz en 1606
FELIPE IV Y EL CONDE-DUQUE
La pausa fue temporal: con la expiración de la tregua en el año 1621, y la subida al trono de Felipe IV, hijo de Felipe III, el conflicto se reanudó, demostrando que la tregua que había conseguido el primero de los Austrias Menores había sido un respiro estratégico más que una paz definitiva.
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Felipe IV tenía diecisiete años cuando asumió el Trono siendo consciente de que la situación que había heredado de su padre exigía de él un gobierno firme y decidido.
Desde el principio, depositó gran confianza en Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien se convirtió en su mano derecha y principal artífice de la política española. Ambos compartían la ambición de mantener la grandeza de un imperio decadente, pero la realidad militar y económica de España empezaba a poner límites a sus aspiraciones.
A finales de la década de los años treinta del siglo XVII, ambos bandos entendieron que España nunca recuperaría su poder sobre los territorios al norte del delta del Mosa y del Rin, y que, por su parte, las Provincias Unidas del norte jamás conquistarían las provincias del sur.
En 1639, una armada española llegó a Flandes para apoyar las operaciones en el norte, pero fue derrotada en la decisiva batalla de las Dunas. Esta victoria flamenca no solo influyó en la conocida como guerra de Flandes, sino que también fue el final de la hegemonía española en los mares.

'Antes de la batalla de las Dunas', Reinier Nooms (h. 1639)
Olivares promovió una serie de reformas y medidas centralizadoras destinadas a fortalecer la autoridad del rey y a garantizar recursos para la guerra. Entre ellas se encontraban la unión de armas, que buscaba repartir entre todos los territorios del imperio la carga de mantener los ejércitos, y un impulso decidido a la diplomacia y la movilización de recursos en Europa. Sin embargo, estas políticas generaron tensiones internas y descontento en diversas regiones, debilitando la cohesión del imperio justo en un momento crítico.
CAMINO A LA INDEPENDENCIA
A pesar de estos esfuerzos, los reveses militares, como la mencionada derrota en la batalla de las Dunas, fueron un duro recordatorio de que España ya no contaba con la capacidad para imponer su voluntad sobre Flandes ni para frenar el auge de las Provincias Unidas.
Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, intentaron mantener la iniciativa con nuevas campañas y tratados, pero la guerra se prolongó y agotó los recursos del reino, minando tanto la autoridad del monarca como la popularidad del valido, que terminó cayendo.

Luis XIV y Felipe IV firman el Tratado de los Pirineos en la isla de los Faisanes, pintado por F. Blanch
Finalmente, la combinación de derrotas militares, presiones económicas y conflictos internos fue allanando el camino hacia la independencia de los territorios del norte. Aunque el rey permaneció como figura central del poder, la realidad dejó claro que ni él ni tampoco el conde-duque podían revertir la decadencia de la hegemonía española en Europa, y que la pérdida de las provincias septentrionales era ya una consecuencia inevitable de décadas de desgaste y guerra.






