La reliquia que Fernando III de Castilla entregó a su hijo antes de morir y que cambió el rumbo de dos batallas
La espada Lobera no solo fue símbolo del poder de Fernando III el Santo. Su historia abarca milagros, batallas decisivas y un linaje de héroes que la empuñaron como emblema de virtud y justicia

Madrid - Publicado el - Actualizado
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Una espada, una corona y el destino de dos reinos
Fernando III de Castilla, nacido en Zamora en 1199, unificó las coronas de Castilla y León y se convirtió en una de las figuras más reverenciadas de la historia medieval española. Canonizado en 1671 por el papa Clemente X, fue conocido como “el Santo” tanto por sus conquistas militares como por su fe y humildad. Pero entre todos los símbolos que lo acompañaron, hubo uno que destacaba: su espada, la legendaria Lobera.
No era un cetro, ni una corona, ni joyas. En los grabados aparece con orbe y espada, señalando su poder como uno que provenía de Dios y se ejercía con justicia. Según la tradición, en su lecho de muerte no dejó tierras ni títulos a su hijo menor, sino estas palabras:
«Non vos puedo dar heredad ninguna, mas dovos la mi espada Lobera, que es cosa de muy grand virtud et con que me fizo Dios a mí mucho bien».
La Lobera no solo simbolizaba su realeza, sino que fue su altar en las oraciones y su instrumento en la guerra. Hoy, esta espada de doble filo, de 85 cm de hoja, se conserva como reliquia en la Catedral de Sevilla y sale en procesión cada año para conmemorar la reconquista de la ciudad en 1248.
La herencia de un héroe y su misterioso poder
Tras la muerte de Fernando III en 1252, la Lobera pasó a manos de su hijo menor, el infante Don Manuel. Más tarde, la espada fue heredada por su hijo, el célebre escritor Don Juan Manuel, autor de El conde Lucanor. Según él, la espada había pertenecido originalmente al conde Fernán González, legendario héroe castellano, lo que aumentaba aún más su carácter simbólico.
Pero la Lobera no solo fue una reliquia pasiva. Se convirtió en un instrumento decisivo en la historia militar de Castilla. En la batalla de Guadalhorce en 1326, Don Juan Manuel tomó la espada antes de lanzarse al combate. Sus tropas estaban siendo rebasadas y él, según la Gran Crónica de Alfonso XI, oró con la Lobera en mano antes de conseguir una victoria inesperada. El resultado: 3.000 musulmanes muertos frente a solo 80 bajas castellanas.
Años después, en la decisiva batalla del Salado en 1340, donde los reinos cristianos detuvieron el avance benimerín en la península, la espada volvió a relucir. Un caballero, testigo de los momentos críticos de la batalla, dijo:
«La su espada Lobera, que él decía que era la virtud, que más debía hacer en aquel día».
La Lobera era algo más que acero. Era una insignia de linaje, una fuente de poder espiritual y una prueba de continuidad entre los héroes de Castilla.
Un legado de fe, guerra y cultura
Fernando III no solo fue un conquistador: también impulsó la cultura, el uso del castellano como lengua oficial y el arte sacro. Bajo su reinado se comenzaron las catedrales de Burgos y León, y en su corte se dio especial valor a la música y la literatura. Su hijo Alfonso X el Sabio, uno de los grandes reyes intelectuales de la Edad Media, atribuyó su formación al empeño de su padre por rodearlo de los mejores sabios.
El sepulcro de Fernando III, en la Catedral de Sevilla, también refleja ese contraste entre humildad y grandeza. Aunque él pidió ser enterrado de forma sencilla al pie de la Virgen de los Reyes, una imagen regalada por su primo San Luis de Francia, Alfonso X mandó hacerle un mausoleo de plata y piedras preciosas, elevando su figura al rango de los santos y monarcas más venerados de la cristiandad.
Hoy, la espada Lobera permanece silenciosa tras su vitrina, pero su leyenda aún resuena. Es el testigo mudo de un linaje que fundó reinos, venció en batallas imposibles y forjó con fe y justicia el corazón de una nación.
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