León XIV vuelve a clamar por Gaza: "El pueblo vive con miedo, en condiciones inaceptables, obligados a desplazarse de sus propias tierras"
El Papa renueva su llamamiento al alto el fuego, la liberación de los rehenes y al respeto integral del derecho humanitario". Y ha invitado a todos a unirse a su oración para que surja lo antes posible la paz

Madrid - Publicado el - Actualizado
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León XIV ha vuelto a clamar con fuerza por la situación en Gaza: "Muestro mi profunda cercanía al pueblo palestino en Gaza, que continua viviendo en el miedo y, sobrevive en condiciones inaceptables, obligados por la fuerza a desplazarse de sus propias tierras". El Papa ha recordado, una vez más, que toda persona tiene una dignidad inviolable, que se tiene que respetar.
Además, ha vuelto a pedir por el fin de la guerra: "Renuevo mi llamamiento al alto el fuego, la liberación de los rehenes, al respeto integral del derecho humanitario". Y ha invitado a todos a unirse a su oración para que surja lo antes posible: "un alba de paz y de justicia".
El Papa en polaco ha recordado que mañana se celebra a san Estalisnao, patrón de Polonia y de los jóvenes, a quien ha pedido su intercesión por por Polinia y por la paz en el mundo entero.
Antes de comenzar la Audiencia General, y justo después de recorrer la Plaza de San Pedro, saludando a todos los fieles reunidos, el Papa se ha parado un momento a rezar ante la Virgen de los Dolores, una imagen que había sido colocada justo en la puerta de la Basílica, y coincidiendo con su festividad, que fue el pasado lunes.
En Español ha mandado un saludo a los peregrinos provenientes de España, México, Perú, y de toda América Latina, a los que ha dicho que: "En medio del ruido y de la prisa pidamos la intercesión de la Virgen María, para que nos enseñe a vivir el Sábado Santo en silencio y contemplación".
VIVIMOS COMO SI LA VIDA NO FUERA SUFICIENTE
El Papa ha pedido a los fieles que contemplen el misterio del Sábado Santo. El Hijo de Dios yace en la tumba. Pero esta su “ausencia” no es un vacío: es espera, plenitud contenida, promesa custodiada en la oscuridad. Es el día del gran silencio, en el que el cielo parece mudo y la tierra inmóvil, pero es justamente allí que se cumple el misterio más profundo de la fe cristiana. Es un silencio grávido de sentido, como el vientre de una madre que custodia al hijo todavía no nacido, pero ya vivo.
El cuerpo de Jesús, bajado de la cruz, fue envuelto con cuidado, como se hace con aquello que es valioso. El evangelista Juan nos dice que fue sepultado en un jardín, dentro «una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado».
Nada es dejado a la casualidad. Aquel jardín recuerda al Edén perdido, el lugar en el que Dios y el hombre estaban unidos. Y aquella tumba nunca antes usada habla de algo que todavía debe suceder: es un umbral, no un final. En el inicio de la creación Dios había plantado un jardín, ahora también la nueva creación toma forma en un jardín: con una tumba cerrada que pronto se abrirá.

El Sábado Santo es también un día de descanso. Según la ley judía, el séptimo día no se debe trabajar: de hecho, luego de seis días de creación, Dios descansó. Ahora, también el Hijo, luego de haber completado su obra de salvación, descansa. No porque está cansado, sino porque ha concluido su trabajo. No porque se ha rendido, sino porque ha amado hasta el final. No hay nada más que agregar. Este descanso es el sello de la obra cumplida, es la confirmación de aquello que tenía que hacerse y que ha sido completado. Es un descanso lleno de la presencia oculta del Señor. Fatigamos en detenernos y descansar.
Vivimos como si la vida nunca fuese suficiente. Corremos por producir, por demostrar, por no perder terreno. Pero el Evangelio nos enseña que saber detenerse es un gesto de confianza que tenemos que aprender a cumplir. El Sábado Santo nos invita a descubrir que la vida no depende siempre de aquello que hacemos, sino también de cómo sabemos desistir de cuanto hemos podido hacer.
el silencio, tiempo de algo nuevo
En el sepulcro, Jesús, la Palabra viviente del Padre, calla. Pero es justamente en aquel silencio que la vida nueva inicia a fermentar. Como una semilla en la tierra, como la oscuridad antes del amanecer. Dios no tiene miedo del tiempo que pasa, porque es Señor también de la espera.

Así, también nuestro tiempo “no útil”, aquel de las pausas, de los vacíos, de los momentos estériles, puede convertirse en vientre de resurrección. Todo silencio acogido puede ser la premisa de una Palabra nueva. Todo tiempo detenido puede convertirse en tiempo de gracia, si lo ofrecemos a Dios.
Jesús, sepultado en la tierra, es el rostro mansueto de un Dios que no ocupa todo el espacio. Es el Dios que deja hacer, que espera, que se retira para dejarnos la libertad. Es el Dios que se fía, también cuando todo parece terminado.
Y nosotros, en ese sábado detenido, aprendemos que no tenemos que tener prisa de resurgir: más es necesario descansar, acoger el silencio, dejarse abrazar por el límite. A veces buscamos respuestas rápidas, soluciones inmediatas. Pero Dios trabaja en lo profundo, en el tiempo lento de la confianza.
MARÍA EJEMPLO DE ESPERA Y ESPERANZA
El sábado de la sepultura se convierte así en las entrañas de las que pueden brotar las fuerzas de una luz invencible, aquella de la Pascua.
La esperanza cristiana no nace en el ruido, sino en el silencio de una espera habitada por el amor. No es hija de la euforia, sino de un confiado abandono. Nos lo enseña la virgen María: ella encarna esta espera, esta esperanza. Cuando nos parezca que todo está detenido, que la vida es un camino interrumpido, acordémonos del Sábado Santo.

También en la tumba, Dios está preparando la sorpresa más grande. Y si sabemos acoger con gratitud aquello acontecido, descubriremos que, justamente en la pequeñez, y en el silencio, Dios ama transfigurar la realidad haciendo nuevas todas las cosas con la fidelidad de su amor.
La verdadera alegría nace de la espera habitada, de la fe paciente, de la esperanza que cuanto ha vivido en el amor, ciertamente, resurgirá a la vida eterna.





