En estos tiempos nuestro mundo puede parecer una peonza que gira loca, y apenas nos fijamos en dramas que merecerían más atención. Uno de ellos se despliega estos días en numerosas ciudades de Irán, donde aumentan las protestas encendidas por el asesinato de una joven kurda, Masha Amini, que fue torturada por la denominada “policía moral” del régimen (deleznable binomio) por llevar mal colocado el velo islámico.

El régimen de los ayatolás tiene mucho miedo al deseo de cambio que fermenta especialmente entre los jóvenes, con singular protagonismo de las mujeres, y por eso trata de ahogar en sangre las protestas. Según la ONG Iran Human Rights ya se cuentan al menos 154 víctimas desde que comenzaron las manifestaciones. Ya hubo en 2011 grandes protestas populares, y el régimen respondió fortaleciendo su aparato de represión. Es posible que la violencia infame del poder termine por silenciar nuevamente, que no apagar, el deseo de una vida más libre y verdadera que, por otra parte, se expresa en numerosas obras del renombrado cine iraní.

Pero hay algo que el régimen no puede parar, y es el proceso de alejamiento de la sociedad iraní de un islam convertido en ideología política. De hecho, solo un 40 por ciento de la población se identifica como musulmán, después de más de 40 años de la teocracia implantada a sangre y fuego por el ayatolá Jomeini. Lo que está sucediendo en Irán es fruto de la corrupción de la verdadera religiosidad, convertida en aparato ideológico para sustentar un poder opresivo al que sólo le queda la violencia para mantenerse en pie. Me pregunto cuándo alzarán la voz los líderes del “verdadero islam” (así lo denominó san Juan Pablo II) para denunciar estos crímenes y esta deriva. Para hacerlo bastaría remitirse a la Declaración sobre la Fraternidad humana rubricada por el Papa Francisco y el imán Al-Tayib en 2019.