
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La foto que me ha llamado la atención la he visto hoy en la Vanguardia. El protagonista es un hombre negro, delgado, ya con algunos años. Una mascarilla blanca y una gorra azul con la visera muy calada le dejan al aire solo la nariz y los pómulos. El hombre tapado abre mucho las piernas y agita sus grandes manos. Las agita porque en medio de la campa en la que está se ha visto rodeado por un enjambre de decenas, de cientos de langostas. Las langostas están por todas partes, forman una nube densa de alas que chocan entre sí. Cada langosta tiene un vuelo sin rumbo, solo las anima una voracidad angustiosa. El zumbido es ensordecedor. Parece que el aire ha dejado de ser respirable. Casi cubren el cielo, convierten la tierra en otro tiempo serena en un infierno. Y el hombre de la foto, instintivamente pretende apartarlas con sus grandes manos y acierta a golpear a una docena. Es un movimiento instintivo. El hombre de la foto tiene ese momento el reflejo que nos agita a todos cuando el daño de la plaga ya es inevitable, cuando ha destrozado las cosechas. Nos parece, como al hombre de la foto, que dar manotazos, que hacer llamadas, analizar desde arriba y desde abajo lo sucedido, imaginar cómo sería el mundo sin langostas, como sería el mundo sin la perdida que hemos sufrido. Nos resistimos a aceptar lo inevitable tan acostumbrados como estamos a pensar que todo depende de nuestras modestas fuerzas.



