
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La foto que me ha llamado la atención la he visto hoy en La Vanguardia. Es la imagen de una clase con el suelo de losetas grises y las ventas abiertas. De fondo, un parque con los chopos todavía verdes, sin desnudarse. Y en primer plano una estudiante que con mucho estilo se abriga con una manta a rayas que ha convertido en una capa. La chica, con el pelo muy largo, está sentada delante de un pupitre. Tiene los pies metidos en unas zapatillas que parecen de astronauta y los tobillos al aire. Extiende su mano para señalar algo que ha escrito en su pizarra digital. A su lado, un profesor joven, con mascarilla y camisa a cuadros, le escucha con atención. Mira el maestro las letras escritas por la alumna. Balbucean esas líneas ideas y sentimientos. Falta mucho por aprender, son todavía torpes. Pero reconoce en ellas el maestro su pasión por la lectura, su interés por saber qué han dicho y cómo han vivido grandes hombres. Reconoce el maestro un eco de sus horas robadas al sueño por una vida que era más vida en los versos de otros, en los personajes, en los amores de tantas buenas novelas. Reconoce el maestro en su discípula que piensa, que siente por su cuenta, el despertar de la misma emoción, de la misma sensibilidad, del mismo pensamiento que hay en él. El mismo pensamiento, la misma sensibilidad, pero diferentes porque no son suyos, son de la discípula, son más ricos, son los mismos, pero son otros. Reconoce el maestro que la vida que ha dado en sus lecciones le vuelve en un eco que la multiplica, que la fecunda.