Intensa semana de debate en torno a la propuesta de las medidas de apoyo a las mujeres embarazadas en Castilla y León. Lejos de cuestiones políticas, el asunto es de gran importancia y probablemente sea uno de los retos más importantes que tenemos por delante. Me entristece pensar que una mujer tenga que renunciar a ser madre porque la vida en un momento dado no vaya bien. Sobre todo, sabiendo de tantas ayudas que se ofrecen hoy en día en torno a la maternidad y que he podido conocer de cerca gracias a mi trabajo y a sentirme parte de una Iglesia que acoge y acompaña.
Yo no sería capaz de tomar una decisión de tanto calado y cuyas consecuencias estoy convencida que serían terribles en mi vida, sin tener toda la información que rodea al asunto. Ya es una cuestión de libertad, de inclinar la balanza hacia uno u otro lado.
Por eso, rechazar la posibilidad de escuchar el latido de una vida, uno de los sonidos más maravillosos que el ser humano puede oír, es quizá una forma de no querer enfrentarse a la verdad de los acontecimientos. En España se producen 100.000 abortos al año. Tres de cada cinco embarazos de mujeres menores de 20 años no llegan a término. Pero más de la mitad de estas mujeres que acuden a los centros sanitarios para abortar alegan problemas económicos o laborales.
Al final es más de lo mismo. No estamos solucionando el problema de fondo, porque esta decisión viene dada en gran medida por la situación que en ese momento atraviesa cada persona y su entorno. Muchas de esas mujeres, la gran mayoría muy jóvenes, no cuentan con un trabajo estable o unos ingresos que les permitan poder salir adelante. Es ahí donde debemos empezar a poner el foco.
Y también en no dejarnos arrastrar por un falso derecho ni por esa cultura del descarte de la que tanto habla el Papa y que poco a poco, a veces con carrerilla, se va abriendo camino. Porque la vida es un don precioso, un regalo de Dios, que merece la pena acoger y cuidar.