La luz que no se apaga: el legado cofrade de un abuelo cordobés a su nieto
José Luis Luque Lama dedicó su vida a las hermandades de Córdoba desde el silencio | Hoy, su nieto Rafael honra su memoria encendiendo cada vela como él le enseñó

Rafael Verde nos habla del legado que le ha dejado su abuelo
Córdoba - Publicado el - Actualizado
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En noviembre de 2024 se apagó una de esas luces que no brillan en el centro del escenario, pero que iluminan con fuerza desde el corazón. José Luis Luque Lama, cordobés de los que dejan huella en silencio, nos dejó tras una vida dedicada a los suyos y a las hermandades de su ciudad. Su marcha dejó un vacío inmenso en su familia, en sus amigos, y también en esas cofradías en las que su labor discreta, pero esencial, era parte del engranaje que hace posible una Semana Santa como la cordobesa. ESCUCHA AQUÍ EL REPORTAJE COMPLETO DE HISTORIAS DE FE Y SEMANA SANTA

José Luis al fondo con camisa azul detrás de uno de los titulares
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Sin embargo, aunque su luz se apagó, hoy sigue brillando a través de su nieto Rafael, quien ha heredado su labor cofrade, pero sobre todo su manera de entender la vida, la fe y el compromiso. Desde pequeño, Rafael se pegaba a su abuelo cada vez que podía. Observaba cómo preparaba las cañas que luego utilizaría para encender las velas que alumbraban los rostros de María Santísima de la Trinidad o Santa María de la Merced. Le enseñaba a buscarlas, a tratarlas, y a entender la importancia de ese gesto aparentemente sencillo: encender una vela que da luz al paso y vida al palio.

Rafael Verde, en los estudios de COPE Córdoba
Pero esa semilla se plantó incluso antes. Cuando Rafael era un niño, ya fuera de la mano de sus padres o de su abuela Mari Carmen, acudía cada Semana Santa a ver las procesiones. Y allí, entre cirios y tambores, buscaba con la mirada a su abuelo. No llevaba túnica ni cargaba un paso, pero estaba siempre. Con su caja de cañas o su garrafa de agua, José Luis ejercía su labor con la misma entrega de quien porta un cirio en la presidencia. Rafael lo observaba con admiración, sin saber aún que ese gesto callado acabaría marcando su propio destino.

José Luis a la izquierda, junto a costaleros de la Hermandad del Nazareno, y su nieto.
José Luis era ese tipo de hombre que uno quiere tener cerca: humilde, optimista, de sonrisa perpetua y generoso con su tiempo. Amigo de sus amigos, entregado a su familia, supo conjugar su papel de esposo, padre y abuelo con una pasión que descubrió ya de adulto: el mundo cofrade. Fue en 2002 cuando comenzó a colaborar con hermandades como la Santa Faz o la suya, la de Jesús Nazareno, realizando tareas que pocos quieren, pero que son fundamentales. Su labor consistía en encender las velas de las candelerías de los pasos de palio o repartir agua entre los costaleros, para que no les faltaran fuerzas debajo de las trabajaderas. No llevaba vara, no salía en las fotos, pero sin él, muchas cosas no habrían salido como debían.
A fuerza de compromiso, cariño y una forma de hacer las cosas que rozaba lo artesanal, José Luis fue ganándose la confianza de hermandades de toda Córdoba. Se convirtió en un imprescindible. Llegó a estar presente en más de la mitad de las cofradías de la ciudad, siempre fiel a su estilo: discreto, meticuloso, siempre dispuesto a ayudar. Incluso la Banda de Música La Estrella quiso contar con él para repartir agua a sus músicos durante las procesiones, gesto que dice mucho de su cercanía y de cómo su trabajo era reconocido por todos los que lo rodeaban.
La Hermandad del Nazareno fue, sin duda, una de las que más lo sintió como propio. Durante 22 años, José Luis estuvo allí, haciendo lo que tocara: aguador o enciende velas, según las necesidades. Y siempre con el mismo compromiso. Nunca falló. Rafael recuerda con especial cariño las veces que su abuelo le enviaba audios para decirle en qué hermandad se verían para llevar a cabo sus labores, y así lo planificaban todo. Desde 2019, abuelo y nieto formaban un tándem inseparable, compartiendo cada rincón, cada gesto, cada tradición que para ellos era más que una costumbre: era un legado.
Con solo 17 años, Rafael tomó las riendas del carro por primera vez, pero tenía claro que no quería quedarse ahí. Quería especializarse. Quería ser como su abuelo. Hoy, Rafael continúa esa labor que aprendió desde niño. Se encarga de preparar cañas, de encender velas, de dar agua, de estar donde hace falta. “Me siento muy afortunado de poder realizar ahora el trabajo que hacía mi abuelo —nos dice con emoción—. Poder ofrecer toda la ayuda para que todo pueda seguir adelante. En muchas ocasiones, ver el palio desde atrás es un privilegio que pocos entienden. Mi abuelo me enseñó que en nuestra labor hay mucho amor, sobre todo el que damos y también el que recibimos de cada hermandad”.
Escuchar a Rafael hablar de su abuelo es asistir a una historia de amor verdadero. Amor por una figura paterna que le enseñó sin imposiciones, que lo acompañó sin pedir nada a cambio. Rafael guarda audios en su móvil que escucha de vez en cuando. Son pequeñas cápsulas de cariño, instrucciones prácticas o simples recordatorios de dónde verse. Pero en cada uno de ellos está la voz cálida de su abuelo, la presencia constante que sigue marcando su camino.
Para Rafael, este año será especialmente difícil. Será el primero sin esos audios, sin ese abrazo al comenzar la jornada, sin la mirada cómplice entre velas y costales. Pero también será el año en que más sentirá que lo lleva dentro, que es su continuación. “Era especial como persona, como marido, como padre, como abuelo y como amigo”, dice Rafael con la voz quebrada. Y quienes lo conocimos, no podemos más que asentir.
Esta entrevista, lo reconozco, no ha sido fácil. Ni para Rafael, que ha revivido emociones intensas al hablar de su abuelo. Ni para mí, que tuve la suerte de conocer a José Luis desde hace 25 años. Porque José Luis no era una persona cualquiera. Era de esos que no necesitan focos para brillar, porque su luz nacía de dentro. Y ahora, esa luz sigue viva en cada vela que Rafael enciende. Porque hay legados que no se apagan. Solo se transforman.