Las protestas se suceden en Bielorrusia tras las elecciones de agosto. Ya no se trata solo de reclamar un nuevo recuento electoral, sino de exigir al Gobierno que cese en la represión. En realidad, los meses previos a las elecciones del pasado 9 de agosto ya habían sido tensos. Uno de los candidatos opositores fue detenido en mayo, mientras que otros fueron progresivamente excluidos.

Tras las elecciones, el Presidente Lukashenko no ha hecho más que aumentar la virulencia de la represión. Naciones Unidas y la Unión Europea han condenado en firme los ataques del Gobierno contra la ciudadanía, así como la tortura que se aplica a los detenidos. Todas las iglesias cristianas en Bielorrusia han salido a la calle para pedir públicamente el cese de la violencia, pero los gestos de la Iglesia católica han sido especialmente elocuentes a la hora de denunciar la represión.

Esto ha disgustado enormemente al Gobierno, que ha decidido impedir que el Arzobispo de Minsk regrese al país tras haber estado unos días en Polonia. La defensa que ha hecho de los presos, así como sus peticiones de transparencia electoral, no han gustado a Lukashenko, que no quiere voces incómodas y libres en el interior.

Mientras tanto, Putin deja que el país siga ardiendo. Sabe que Rusia es el único valedor del último déspota de la era comunista, e intervendrá cuando lo considere oportuno. Lo hizo en Georgia y en Ucrania. Bielorrusia será su nuevo peón.