Con toda claridad, el presidente de Turquía, Recip Tayeb Erdogan, ha ganado las elecciones presidenciales en la segunda vuelta. El resultado no ofrece ninguna sorpresa, después de que, en la primera vuelta, cuando todos los pronósticos lo daban perdedor frente a una fuerte oposición ultranacionalista, se quedase a menos de un punto de la victoria. Lo sorprendente, en realidad, es que Erdogan, que lleva en el poder más de veinte años como líder de su partido, el islamista Justicia y Desarrollo, haya ganado a pesar de la galopante inflación, la devaluación de la libra turca o la mala gestión de los recientes terremotos que dejaron cincuenta mil muertos. Buena parte de la campaña electoral se había centrado, precisamente, en el encarecimiento de la cesta de la compra, en la que figuran como referencia las cebollas y las patatas, imprescindibles en la cocina nacional y que han multiplicado por cinco su precio en el último año.

Pero en lo que más insistido los partidos perdedores ha sido en el rechazo de los millones de refugiados sirios y demás comunidades extranjeras, a las que acusan de buena parte de los males económicos del país. Erdogan, sin embargo, disponía de una baza fundamental: la defensa de la familia como eje de sus convicciones islámicas frente a una oposición. En una dividida Turquía se ha impuesto el temor a un cambio de las tradiciones religiosas (especialmente en la Anatolia interior), precisamente cuando el país se dispone a celebrar el centenario de la Turquía moderna por el mítico Kemal Ataturk, el "padre de los turcos" que, sin duda, no se reconocería hoy bajo la presidencia de Erdogán.