La tensión en Hong Kong es máxima. La incertidumbre es total sobre cómo va a responder Pekín ante estas protestas, las mayores desde la devolución de la antigua colonia británica a China en 1997. Pero también sobre si este puede ser, de facto, el final del estatus especial de este territorio semiautónomo, teóricamente garantizado hasta 2047 por los acuerdos con el Reino Unido. El proyecto de ley de extradiciones que ha sacado a la calle a alrededor de un millón de manifestantes allana el camino al fin de la independencia judicial, al permitir que los hongkoneses sean deportados a la justicia ordinaria china, sometida al Partido Comunista.
Si hasta ahora el régimen secuestraba a disidentes de esta ciudad para inventar cargos contra ellos y juzgarles, en el futuro no necesitará acudir a subterfugios. A esto se añade el perjuicio para muchas empresas extranjeras que operan con China desde Hong Kong, dado que aquí la transparencia y el respeto a la ley son mucho mayores. Pero el desenlace de esta crisis no tendrá solo implicaciones en clave de política interna. Si el presidente Xi Jinping, como parece, decide seguir adelante con el proyecto y apostar por la mano dura, estará dando la razón a quienes presentan a China como un régimen autoritario y poco fiable, con una clase dirigente instalada en la misma mentalidad conspirativa y paranoica que provocó hace treinta años la masacre de Tiananmen