Las violentas manifestaciones que se suceden en Hong-Kong desde junio han alcanzado este fin de semana su mayor dureza. Por primera vez han aparecido en las calles pelotones del Ejército chino con el encargo de desmontar las barricadas que salpicaban las calles de la antigua colonia británica. Se ha tratado de una acción llena de simbolismo, un aviso de que el Gobierno chino no está dispuesto a mantenerse más tiempo al margen de la sublevación de una parte de la población, especialmente de los estudiantes. La revuelta tiene su origen en una ley que permitía la extradición a China en determinados casos. Las protestas adquirieron tal envergadura que el gobierno no tuvo más remedio que retirarla, pero las movilizaciones se mantienen y ahora se pide mucho más: la convocatoria de elecciones libres y plena autonomía para Hong Kong.

Las alternativas posibles a la llamada “Revolución del agua” es la intervención del Ejército chino para sofocarla, o la concesión de algunas de las reivindicaciones de los sublevados, como la amnistía para los presos y la apertura de una investigación para castigar a los mandos policiales por la dureza de su represión. Las ansias de libertad de la población chocan de plano con la pretensión del régimen de Pekín de mantener a toda costa su sistema autoritario. El único temor que frena, de momento, una acción drástica es que ponga en peligro el estatuto financiero de Hong-Kong, principal fuente de las inversiones extranjeras, y esencial para el mantenimiento del crecimiento económico del país.