A veces parece como si nuestra famosa aldea global estuviese más ciega y sorda que nunca. Ciega y sorda, por ejemplo, frente a las atrocidades que flagelan desde hace décadas a la región sudoriental de la República Democrática del Congo. Ayer el Papa se encontró cara a cara con una representación de sus innumerables víctimas: “a cada familia en luto o desplazada a causa de poblaciones incendiadas y otros crímenes de guerra, a los sobrevivientes de agresiones sexuales, a cada niño y adulto herido, les digo: estoy con ustedes, quisiera traerles la caricia de Dios… mientras los violentos los tratan como objetos… la Iglesia está y estará siempre de vuestra parte. Dios los ama y no se ha olvidado de ustedes, ¡pero que también los hombres se acuerden de ustedes!”, dijo Francisco. Ojalá nos acordemos hoy nosotros, la sociedad española, y nuestra Iglesia que ofreció el tributo de sangre de cuatro religiosos maristas que trabajaban en el campo de refugiados de Nyamirangwe en 1996.

Si el Papa ha podido hablar de esta manera sin que sus palabras suenen huecas o como un mero voluntarismo es porque a lo largo de los años, en medio de violencias indecibles, la Iglesia ha estado allí, y cuando todos escapaban presos de un pánico comprensible, ella ha permanecido en medio del volcán pagando un altísimo precio. De esto no habla hoy casi nadie. La vibrante denuncia de Francisco de ese pantano de violencia indescriptible entretejida de intereses económicos, de codicia, de lucha por el poder y por los recursos minerales, apenas encuentra hoy hueco en una esquina de los grandes medios internacionales. Sin embargo, muchos siguen sembrando allí la semilla de la paz, aunque los frutos sólo los vean las generaciones futuras. Como ha dicho Francisco, sembrar el bien hace bien y regala a cada día su razón. Si hay una esperanza para ese rincón telúrico de nuestro mundo, y la hay, es que muchos hombres y mujeres permanecen allí viviendo el Evangelio contra viento y marea.