La foto que me ha llamado la atención hoy es un clásico, de ese gran fotógrafo que es Carlos Pérez Siquer que expone, con otros retratistas de su generación, en el centro que lleva su nombre en Almería.

La imagen está tomada en un pueblecito blanco, de cal y adobe, de calles sin asfaltar, de casas sin losetas, un pueblo de mucho trabajo, poco pan y de olor a jazmín en las noches de verano, un pueblo con era donde con el viento fresco se aventaba la parva, de manos rojas de lavar con agua dura, de lutos negros que duran una vida. En ese pueblo, en el escalón de entrada a una casa, mismamente donde al caer la tarde se sacaran las sillas de enea para invocar al fresco, hay una niña.

La niña está apoyada en la puerta, medio cuerpo en la sombra y medio cuerpo al sol. Un sol se recrea en una pared pobre, encalada, reencalada y vuelta a encalar muchas veces. Hace el muro formas, huecos, relieves. La niña con un vestidito blanco, las rodillas negras de andar jugando en el campo, los pies con unas chanclas gastadas por el ir y venir, la niña entorna los ojos para que el resol no le haga daño. Tiene la niña en el modo de apoyarse, en el modo de sujetarse el vestidito gesto de mayor.

Dentro de la casa está la madre recogiendo, zurciendo, ordenando, sin parar. Afanada está la madre y segura, segura de que su hija, la niña de la foto tendrá una vida mejor, una vida mejor que la suya, porque lo último, lo único que no se pierde cuando se ha perdido todo o casi todo, es la seguridad de que las niñas cegadas por el resol, las hijas que están a la puerta de la casa, tendrán mejores días, mejores vidas. A la niña a la puerta de la casa en la pila de cristianar la llamaron esperanza.