
Madrid - Publicado el - Actualizado
1 min lectura
La foto que me ha llamado la atención la he visto en La Vanguardia. La imagen retrata un camino ancho, de tierra naranja, en un campo remoto, de un país remoto. Pero la escena tiene algo de familiar. Se movían grandes coches por ese camino, iban y venían, ya se sabe: la vida con su trajín, la vida es ir de un lado a otro, es no parar en el afán por encontrar fuera lo que uno lleva dentro. Iban y venían los automóviles, levantaban polvo, generaban ilusiones. Pero ahora están todos parados, todos detenidos porque en medio del camino hay un leopardo, un gato grande, que mira mal porque es vizco. En realidad el leopardo no es un gato grande, porque no hay gatos a manchas. Los gatos son negros, blancos, pardos, pero el leopardo es un animal que mezcla el blanco puro de la inocencia y el negro misterioso del mal. En eso reside la amenaza del leopardo, no solo en la potencia de sus mandíbulas, no solo en la rapidez de sus piernas y de sus manos, no solo en su agilidad. Su amenaza, la mayor amenaza, son las manchas. El negro del leopardo que se mete por todas las caminos de la vida, separa lo que estaba unido, hace oscuro lo que era claro, siembra la duda y la sospecha contra todo y contra todos. Ese negro es misterioso, muchas veces solo sabes que ha llegado porque ha dejado un reguero de destrucción. El negro del leopardo, es misterioso, ágil en su deslealtad y perfidia. Y viene a manchas, mezclado con el blanco puro de la inocencia.