Fue el alcalde de Bérgamo, Giorgio Gori, el que acuñó un término de infausto recuerdo: la bomba biológica. Así definió el partido entre la Atalanta y el Valencia CF, correspondiente a la ida de los octavos de final de la Champions. Aquel partido se jugó en Milán a donde llegaron más de 40.000 aficionados del equipo italiano (aproximadamente un tercio de la población de Bérgamo) y unos 2.500 seguidores valencianistas ajenos al peligro que estaban corriendo. La toma de temperatura a la llegada al aeropuerto era el único elemento extraño que se encontraban los viajeros al pisar suelo transalpino.

La localidad lombarda se estaba convirtiendo en el epicentro en Europa del coronavirus, pero ningún organismo responsable (ni los clubes, ni la propia UEFA) hizo nada por evitar las aglomeraciones que se produjeron tanto en la ciudad de Milán (que acogió el choque por motivos de aforo). como en los aledaños del estadio y dentro de él.

Aquel partido se convirtió en un acelerador exponencial de contagios. De hecho, tres días después del partido que acabó con la goleada 4-1 de los italianos, se notificó el primer fallecimiento en Lombardía. Nada volvió a ser igual desde entonces. Las gradas de los estadios pasaron a quedar cerradas a cal y canto, las comparecencias de los protagonistas pasaron a ser telemáticas y el contacto se suprimió de manera definitiva.

En el plano deportivo esa eliminatoria supuso el adiós del Valencia CF a los competiciones internacionales quién sabe hasta cuándo. El 10 de marzo se disputó la vuelta entre el silencio ensordecedor de las gradas de Mestalla y la eliminatoria se la llevaron los italianos por un global de 8-4. La pesadilla no ha concluido desde entonces.