El buen resultado de Marruecos en el mundial de futbol del mes de noviembre provocó una gran satisfacción en el mundo árabe. La cadena de televisión Al Jazeera ofreció un servicio en el que evocaba el control que los seguidores de Mahoma tuvieron de la Península Ibérica en los gloriosos siglos de Al Andalus. La población marroquí está ahora lejos de soñar con una reconquista del islam. Solo un 40 por ciento de los marroquíes se definen como personas religiosas. Debajo de la confesionalidad musulmana, como en Irán, se desarrolla un intenso proceso de secularización. Marruecos, de hecho, se ha convertido en un baluarte contra el integrismo o el yihadismo. Desde hace años mantiene una estrecha colaboración con Israel que oficializó hace dos años. Ese es uno de los factores, junto a otros de carácter económico, que ha convertido a Marruecos en uno de los socios clave de Estados Unidos en la zona. Y eso explica que Estados Unidos abandonase su neutralidad en el conflicto del Sahara, apoyando a Rabat.

Sánchez ha ido detrás de Trump. Marruecos pone límite al integrismo islámico y ayuda a controlar la inmigración ilegal. Pero la realpolitik no puede hacer olvidar que en Marruecos no se respetan los derechos humanos. Por eso el presidente del Gobierno se ha puesto en evidencia al obligar a los diputados socialistas a votar en contra de la histórica resolución del Parlamento Europeo en el que insta a nuestro país vecino a respetar esos derechos humanos.