Comienzan en India unas elecciones a las que están convocadas cerca de mil millones de personas hasta el 1 de junio. Nunca, sin embargo, hubo más motivos para cuestionar el apelativo con el que suele describirse este acontecimiento: la democracia más grande del mundo. Narendra Modi conseguirá con casi total seguridad un tercer mandato, a gran distancia del Partido del Congreso, que sigue sin levantar cabeza después de haber dominado la política india durante décadas. Lastrada aún por el nepotismo y los casos de corrupción, la formación liderada por el clan Nehru-Ghandi no es rival para un Modi que, por si acaso, tampoco ha permitido a la oposición competir en igualdad de condiciones.

El deterioro de la democracia india no ha cesado desde su llegada al poder, en 2014, sin disimulo alguno sobre su pretensión de llevar a cabo una política ultranacionalista, que excluye a las minorías musulmana o cristiana. A la vez, el dirigente ha sabido cultivar con brillantez una imagen popular entre hombre de familia humilde hecho a sí mismo y líder espiritual de una nación a la que ha devuelto el orgullo por sus tradiciones milenarias, dejando el trabajo sucio en manos de subalternos. La economía también ha respondido bien estos últimos años. Gracias, en gran medida, a Occidente, que ha redirigido hacia India buena parte de las inversiones en China. Si hace unos años podía escucharse aún alguna tímida crítica hacia Modi en las cancillerías occidentales, hoy el tono es distinto. India es la nueva gran aliada de EE.UU. frente a China. Y, a fin de cuentas, quien esté libre de populismo que tire la primera piedra.