En la recta final del proceso electoral madrileño se están agudizando algunos elementos que han convertido esta campaña en un espectáculo indigno de la política que nació de la cultura democrática de la transición. A la obscena exhibición de cartas con balas y navajas, y al uso de espantajos guerra-civilistas, se suma la desesperada estrategia de Pablo Iglesias de intentar crear un conflicto político y social que podría acarrear consecuencias imprevisibles. Su intervención aludiendo a que la Casa Real no había condenado las cartas amenazadoras contra los dirigentes socialistas no solo siembra una sospecha absurda, sino que pretende alimentar en su electorado las más bajas pasiones.

En primer lugar, la supuesta amenaza fascista es un mero espantajo. Las cartas amenazantes, que son siempre repugnantes, se han dirigido a líderes de muy diversas fuerzas políticas. La policía está haciendo su trabajo y nada hace pensar en una acción coordinada. Pretender enfangar al Rey en esta campaña embarrada es miserable y desaprensivo, pero responde al interés por quebrar el sistema.

Las previsiones de las encuestas están haciendo que Pablo Iglesias pierda los papeles y se convierta en protagonista nefasto en esta campaña. Es posible que este aprendiz de revolucionario, que hasta hace pocas semanas era todo un vicepresidente del Gobierno de España, intensifique su estilo bronco en la recta final de la campaña. Seguramente no cambiará el sentido del voto, pero sí sembrará la semilla de una discordia duradera, que es lo último que necesitamos.