Después de casi 14 años en el poder, Evo Morales ha dimitido como presidente de Bolivia tras acreditarse por la OEA un enorme fraude electoral, y al comprobar que el país le había dado la espalda. Morales no respetó el referéndum sobre su continuidad en la Presidencia, celebró la victoria en unas elecciones que olían a fraude por los cuatro costados, trató de levantar a las Fuerzas Armadas y terminó huyendo ante la presión, entre otros, del propio Ejército y de la Policía que le pidieron que renunciara a la presidencia por el bien de Bolivia y para permitir la pacificación y la estabilidad de la nación. Por supuesto, se ha ido sin dar del todo la cara, sin decir desde dónde le mandaba el mensaje a su país, identificándose a sí mismo con la democracia, hablando de golpe cívico, echando la culpa a las oligarquías supuestamente conspiradoras y atribuyendo su estampida al único pecado de ser indígena, dirigente sindical y cocalero. Curiosamente algunos dirigentes políticos como Pablo Iglesias, o Ada Colau, se han despachado hablando de golpe de Estado y de la necesidad de intervención por parte de la comunidad internacional.

Bolivia necesita estabilidad. Y para eso, la salida de Evo Morales del poder era condición indispensable, aunque solo fuera por una mera cuestión de higiene política. Ahora, no obstante, queda lo más difícil. Es el momento para que desde la oposición y desde los movimientos cívicos sumen esfuerzos y trabajen en pos de un futuro mejor para Bolivia, que pasa, en primer lugar, por recuperar la deteriorada salud democrática que deja el régimen de Evo Morales.