Arranca la campaña electoral en Italia con la inquietante perspectiva de una victoria de la derecha populista. Al frente de la coalición, los Hermanos de Italia, secundados por la Liga de Mateo Salvini, y la Forza Italia de Berusconi, depurada de sus elementos más liberales, descontentos por el papel de su líder en la caída del gobierno de Mario Draghi. A un discurso xenófobo y euroescéptico se añade un sesgo intervencionista y una más que velada afinidad con Vladimir Putin, que puede complicar los acuerdos europeos sobre Ucrania. Los mercados anticipan esas tensiones con movimientos especulativos contra la deuda italiana, vulnerable tras la retirada de los estímulos del BCE. La pregunta es hasta qué punto las previsiones catastrofistas harán mella en la opinión pública. Desde la implosión de la Democracia Cristiana los italianos parecen dispuestos a experimentar con cada nueva forma de populismo, mientras los equilibrios de poder internos y el freno de Bruselas impiden que la sangre llegue al río. Otro factor determinante es la fortaleza de la sociedad civil. Ahí se sustentaba el llamamiento a la calma que hacía ayer Draghi desde el Meeting de Rímini. Tal vez tenga razón, pero conviene no tentar a la suerte. La desafección hacia la democracia en Italia, como en Europa y Occidente, es una bomba de relojería. No siempre aparecerá un salvador tecnócrata en el último momento, al borde del precipicio.