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El mensaje del cardenal Omella a quienes sufren: "No olvidéis que la Semana Santa acaba con la Resurrección"

En 'Camino de Pascua', el Arzobispo de Barcelona ha compartido su reflexión sobre el tiempo de Cuaresma: "Dios siempre nos perdona. Somos nosotros los que nos cansamos de perdonar"

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El presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Juan José Omella, ha compartido en ‘Camino de Pascua’su reflexión sobre este tiempo litúrgico de la Iglesia que vivimos con la Cuaresma.

El Arzobispo de Barcelona participa de esta manera en este 'Camino de Cuaresma' con el que TRECE, fiel a los valores del humanismo cristiano, a una Iglesia abierta y cercana, propone a la audiencia que recorra un camino de penitencia y recogimiento que termina con el gozo y la alegría de la Pascua, de la Fiesta de la Resurrección. En esta línea, el cardenal Omella ha compartido con los espectadores la Palabra de Dios.

El mensaje del cardenal Juan José Omella

Queridos hermanos y hermanas, estamos a las puertas de la Semana Santa, en la que haremos presente el gran misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. El pueblo ha llamado santa precisamente porque en cada uno de sus días, desde el Domingo de Ramos y hasta el Domingo de Pascua, revivimos los últimos días santos de la vida de Jesús recogida en los evangelios.

Representa la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte para siempre. Vosotros que sufrís la enfermedad, que sentís el zarpazo de la muerte de un ser querido, que os sentís solos y abandonados, que sufrís ante la división en el seno de vuestras familias, que estáis incluso al borde de la desesperación… no olvidéis que la Semana Santa acaba con la Resurrección de Cristo.

El sufrimiento, el mal, el pecado y la muerte no tienen la última palabra. Qué importante es pedir a Dios su ayuda y acoger su gracia para poder vivir nuestra Semana Santa con la misma actitud con la que lo hizo Cristo. El pórtico de la Semana Santa es el Domingo de Ramos, el día en que Cristo entró triunfante en Jerusalén. El santo obispo y Padre de la Iglesia, Andrés de Creta, nos anima a introducirnos en la liturgia de este día con estas palabras: “Venid y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los olivos, salgamos al encuentro de Cristo que vuelve hoy de Betania y que por su propia voluntad se apresura hacia su venerable y dichosa pasión para llevar la plenitud del Misterio de la Salvación de los hombres”.

Jesús sale de Betania muy al punto de la mañana. Ha pasado la noche con Marta y María atendiendo a los amigos y vecinos que quedaron impresionados por la Resurrección del asno. Muchos de ellos, al ver que Jesús se disponía a partir de Jerusalén, deciden acompañarle. Forman una comitiva para subir al monte de los olivos donde, Jesús, había orado y pernoctado tantas veces. El clima que se respira en torno al Maestro es de gozo, bullicio, de algarabía, ya que se dirige a Jerusalén, donde siempre entran entre cantos de alabanza. Extienden sus mantos, esparcen ramos de olivo y de palmas para que pase el borrico que el Señor ha escogido como cabalgadura.

Algunas de las gargantas que gritaban jubilosas, pasadas pocas horas en el pretorio donde residía el gobernador de Roma, Poncio Pilato, vocearán de forma estridente un “crucifícale” que removió los cimientos del sentido común.

No hay menos agradecimiento que pedir la pena de muerte para quien pasó por la vida haciendo el bien. Y con el agravante de que algunos de ellos fueron hombres y mujeres que se beneficiaron de los milagros de este hombre de bien. Qué incongruente puede llegar a ser la naturaleza humana.


Jesús contemplaba desde el monte de Jerusalén. La visión profética de su destrucción le llevó al llanto, lo que desconcertó a quienes le rodeaban, sobre todo a los discípulos. Jesús se volcó y había puesto todos los medios para salvar a Jerusalén y al pueblo judío. ¿Cómo caería aquel llanto entre los discípulos y los que llegaron cantando y bailando a Jerusalén? Quedó rota en un instante.

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¿Por qué llora Jesús? Porque la ceguera y la maldad han hundido en el pecado a Jerusalén, que es la ciudad de Dios, y que cargará con el pecado de la muerte del hijo de Dios que tendrá lugar en sus murallas. Jesús llora porque Jerusalén no se va a arrepentir y porque esa ciudad será pronto arrasada. Jesús lo ha intentado todo y ya se ven los resultados. Como lo ha intentado con cada uno de nosotros, cuando tantas veces ha venido a nuestro encuentro personal. Nuestra vida personal es una muestra de la solicitud de Dios por cada uno de nosotros.

La voluntad de Cristo siempre es salvadora y sanadora. Se entregó por nosotros. El Papa Francisco lo dice de forma gráfica: “Dios no se cansa de perdonarnos. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.

Esta Semana Santa no puede ser una semana más. El Papa nos pide luchar contra la indiferencia. No podemos vivir en ella en lo que se refiere a Dios. Vivamos con intensidad espiritual la Semana Santa, vivamos los actos litúrgicos, la confesión, la conversión, el compromiso de amor con el hermano y la Creación. Que sean días de silencio y oración.

A ello nos invita una gran santa, apasionada de Dios y entrega a los pobres, la Santa Madre Teresa de Calcuta: “El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”.

El gran día del Jueves Santo, Cristo nos regaló la Eucaristía y nos enseñó a lavar los pies de los hermanos, ponernos a su servicio. Sí, hay muchos pies que lavar. Doy gracias porque muchos de vosotros laváis los pies de los hermanos de mil formas: en casa, en hospitales, residencias, las misiones, las parroquias... Ojalá nos decidamos todos a entrar en el camino de la fraternidad, de la entrega total a Dios por los hermanos y hermanas que comparten nuestra condición humana y de hijos amados por Dios. Feliz Semana Santa para todos.

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