Pentecostés, vocación de la humanidad a la unidad
Pentecostés es el cumplimiento de la Pascua, no solo el final del tiempo pascual. Es la fiesta que celebra la posición de la Iglesia en la historia como Pueblo de Dios reunido por el Espíritu

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Artículo de Roberto Esteban Duque
Pentecostés es el debut público del Espíritu Santo. Cristo nos mandó a ser uno como Él es uno con el Padre, y sin borrar esto, el Espíritu nos enseña a ser diferentes como cada persona sublime e insondable de la Trinidad es diferente. Os conviene que yo me vaya, dice Cristo, para que el Padre envíe en mi nombre el Espíritu. Y al enviar el Espíritu, también podemos conocer a Cristo más plenamente. La descripción de esta primera comunidad judeo-gentil del Espíritu Santo como viviendo juntos y teniendo todas las posesiones en común, es la expresión eclesial coherente del misterio manifestado en y a través de los apóstoles en Pentecostés.
Pentecostés es el cumplimiento de la Pascua, no solo el final del tiempo pascual. Es la fiesta que celebra la posición de la Iglesia en la historia como Pueblo de Dios reunido por el Espíritu, que ahora espera con anhelo la redención final de toda la creación.
La fiesta de Pentecostés se ha relacionado tipológicamente con la historia de la torre de Babel en Génesis 11. En el libro del Génesis, se nos invita a recordar ese pecado que llevó a la desunión de las naciones. Al construir la Torre de Babel, nuestros antepasados trataron de ascender por encima de los cielos, de rebelarse contra Dios. Querían construir una civilización aparte de Dios, para glorificarse a sí mismos. El Señor desciende, al ver este acto de rebelión, y “los dispersó de allí por toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”. El pecado de Babel es un intento de alcanzar y rivalizar con Dios, el descenso de las llamas en Pentecostés puede verse simplemente como una reversión: es malo alcanzar y es bueno recibir.
Pero es algo más profundo. Significa restaurar una vocación. Los que antes hablaban un idioma, ahora hablan muchos. Y en la fiesta de Pentecostés, cuando los apóstoles comienzan a hablar los idiomas de todo el mundo conocido a través del poder del Espíritu, la desunión del pecado es ahora reemplazada por la unidad del Espíritu. El nacimiento de la Iglesia en Pentecostés se convierte así en la restauración de la vocación de la humanidad a la unidad. Es también en la reunión de todas las lenguas y todos los pueblos en el viento y el fuego del Espíritu Santo donde se puede encontrar la verdadera universalidad. Las lenguas de fuego descienden y se multiplican para residir por encima de cada persona.
Esta restauración comenzó con el pueblo de Israel, llamado desde Egipto como "posesión especial de Dios, más querido para mí que todos los demás pueblos, aunque toda la tierra es mía. Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa”. A Israel, en el exilio en Babilonia, se le promete una restauración. Recibirán un nuevo Espíritu, que les permitirá andar en la ley del Señor con pureza de corazón.
La vocación de la Iglesia en Pentecostés es la misma que se reveló a Israel. La Iglesia es un pueblo santo, llamado por Dios a servir como sacerdotes de la nueva alianza. A través de la Iglesia, toda la humanidad es santificada y restaurada como criaturas hechas para la alabanza. La Iglesia -y así cada cristiano bautizado en Cristo- recibe en cada Misa, en cada acto de oración, una nueva efusión del Espíritu. Este Espíritu un día nos resucitará a cada uno de nosotros de entre los muertos, poniéndonos cara a cara con el Dios vivo. En este día del Señor, en este momento final de Pentecostés, “será rescatado todo el que invoque el nombre del Señor”.
A la luz de esta promesa, los cristianos debemos cantar con el salmista: “Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”. Todavía esperamos nuestro destino final. La Pascua no ha terminado. Todavía reina mientras el Espíritu vivifica la tierra.