El humanismo integrador del Papa León XIV
Un análisis de la figura de Robert Prevost, cuyo Pontificado constituye una excelente oportunidad para restaurar la unidad dentro de la Iglesia y sanar las heridas de la fisura

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Artículo de Roberto Esteban Duque
Con León XIV se advierte una excelente oportunidad para restaurar la unidad dentro de la Iglesia y sanar las heridas de la fisura. Es evocador que su lema como cardenal y ahora como Papa sea: In illo Uno unum, en el Uno, somos uno. Como Iglesia estamos llamados a ser un solo Cuerpo eucarístico de Cristo. En el Rito eucarístico no es sólo el pan y el vino transformados en el cuerpo de Cristo, sino todos nosotros, transformados en Cristo, en un solo cuerpo, viviendo nuestras vidas como un sacrificio de alabanza, siendo cauces del amor de Dios por todas las personas.
Pero esta transformación inspiradora viene con una gran responsabilidad: tratar a todos como lo haríamos con Cristo. En una entrevista concedida al Corriere della sera, Monseñor Georg Gaenswein, Nuncio apostólico para los Países Bálticos, manifiesta con sus duras declaraciones justo lo contrario de lo que debe ser la unidad eucarística y transformadora, un innecesario y torpe rencor, un mediocre ajuste de cuentas público hacia la figura de Francisco: “percibo un cierto alivio general. Ha terminado la etapa de la arbitrariedad ... No se puede gobernar en solitario, desconfiando de las propias instituciones…”.
Tener un sentido compartido del bien común requiere lazos fuertes, trascender reproches fatuos, para que podamos tener discusiones tan fecundas como difíciles. ¿Cómo vamos a anunciar el Evangelio y vivir en comunión haciendo prevalecer en el discurso púbico nuestras heridas y nuestro estéril resentimiento?
En su primera homilía a los cardenales, León señala el deber profético como cristianos de desafiar una cultura que podría considerar la fe cristiana extraña en el mejor de los casos: “hay muchos ambientes en los que la fe cristiana se considera absurda… entornos en los que se prefieren otros valores, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer. Son contextos en los que no es fácil predicar el Evangelio… Sin embargo, precisamente por esta razón, son los lugares donde se necesita desesperadamente nuestro alcance misionero. La falta de fe a menudo va acompañada de la pérdida del sentido de la vida, del descuido de la misericordia, de las terribles violaciones de la dignidad humana, de la crisis de la familia y de tantas otras heridas que afligen a nuestra sociedad”.
A mi parecer, es en un espacio tecno-científico desalentador, donde debe hacerse presente con urgencia la fe cristiana. El norteamericano John Brockman mantiene que se abre camino, en la actualidad, una cultura nutrida por las ciencias empíricas que ha dado lugar ya a un nuevo humanismo, incompatible con el humanismo esperanzador de san Agustín y de León. Los avances de las ciencias empíricas habrían cambiado “nuestra forma de ver el lugar que ocupamos en la naturaleza”. El nuevo humanismo hablaría, ante todo, del universo y sería un humanismo optimista frente al pesimismo cultural de los humanismos tradicionales.
Otros interpretan al hombre como una máquina. El modelo conceptual de la máquina, es decir, el enfoque técnico-científico, bastaría para conocer o explicar al hombre. Volveríamos así a la posición del médico francés Julien Offray de La Mettrie en su libro El hombre máquina. En los últimos años coge fuerza el transhumanismo y el posthumanismo, la superación de la especie humana, el esfuerzo por ir, gracias a la ingeniería genética, las neurociencias y la inteligencia artificial, más allá del hombre, de la especie humana. Podríamos intervenir de manera decisiva en la evolución de nuestra especie hasta superarla. La misma muerte se estaría convirtiendo en un problema técnico, no sería un destino, una condición básica e inexorable de nuestra condición humana.
El filósofo político de Harvard, Michael Sandel, señala que una de las causas fundamentales del descontento social actual es la tendencia de la modernidad hacia una combinación de individualismo voluntarista y el empeño de decisiones difíciles en el procedimiento tecnocrático, que paradójicamente conduce a una pérdida de la libertad auténtica y a la pérdida de un bien común. Cuando estos se pierden, las personas pierden el sentido del valor de la comunidad, las instituciones, el servicio público y el significado general de la vida.
Una interpretación tecno-científica del hombre lo priva de un aspecto esencial de su identidad: la conciencia de su propia libertad, sin la cual pierde sentido la moralidad, todo proyecto de vida, la responsabilidad o la dignidad de la persona. La ciencia pertenece a las raíces culturales de Europa y de Occidente. Sin duda, un humanismo actual recibe siempre la impronta de la ciencia. Pero cuando tal humanismo se entiende como una concepción del hombre exclusivamente inspirada en la ciencia y excluyente de cualquier otra perspectiva, entonces se nos plantea el problema de si es compatible con un auténtico humanismo. Se necesita un “humanismo integrador”, fundado en la dimensión exterior o corpórea e interior o espiritual de las personas, y que remite a Dios creador como fundamento y fin último del hombre.
El humanismo del hiponense, del que estará impregnado el papa agustino León, es claramente discordante con el humanismo científico que hoy se impone arrolladoramente a partir del avance de las ciencias naturales y de las ciencias técnicas, empíricas y positivas, en la era de la tecnociencia, la biotecnología y el posthumanismo. El humanismo de las Confesiones de Agustín estaría en la actualidad en sintonía con ese “humanismo integrador”. Tras el universo que investigan las ciencias empíricas, aún hoy, muchos ven abrirse un Misterio personal, origen de la naturaleza y fin último del hombre. El humanismo cristiano de Agustín nos invita a superar cualquier naturalismo ateo y desesperanzado, a esperar que Dios no quiere que muramos para siempre. Se trataría, en fin, de un humanismo abierto a la esperanza, en la época de la ciencia, a pesar de toda nuestra fragilidad, en el que la fe en el Dios Creador y Salvador del cristianismo constituye el principio regenerador del hombre y del mundo. Ese humanismo es el punto de partida del papa León, una posible alternativa humanista para nuestra situación histórica en sintonía con el humanismo de san Agustín.





