El mundo de la empresa en la acción social de la Iglesia

Una reflexión acerca de la actividad empresarial y su servicio a la Doctrina Social de la Iglesia, algo que «marca un modo de ser y estar en el mundo de la economía»

Julio L. Martínez, SJ

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La tesis que aquí sostengo es que los empresarios y emprendedores que se esfuerzan por crear bienes, servicios y riqueza generadores de valor social, y lo hacen buscando el bien como cristianos, en medio de las situaciones complejas, difíciles y ambiguas en que generalmente se da la vida real, forman parte esencial de la misión social de la Iglesia en el mundo. La aplicación al terreno concreto de los principios y valores contenidos en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) normalmente no será ideal o perfecta, pero siempre marca un modo de ser y estar en el mundo de la economía, que entra dentro de la caridad social.

Obviamente, la caridad no se reduce a dar limosna. Se realiza mediante actos personales y de organizaciones impulsadas por personas, y encuentra su fundamento en la comunidad trinitaria, fuente y modelo de todos los amores humanos bien orientados (recordemos que amar no es primariamente el sentimiento, sino hacer el bien). Los últimos papas nos explican que la caridad no es solo el principio de relaciones de amistad, familia o grupos solidarios, sino también de las relaciones sociales, económicas y políticas, que todo cristiano está llamado a ejercer, según su vocación y sus posibilidades. Esos desempeños deben ser animados por los obispos en sus diócesis, pues no son menos esenciales a la misión de la Iglesia que el servicio de la Palabra o la celebración de los sacramentos. Así, la caridad no es exclusivamente un servicio especializado de aquellos que se dedican a la acción sociocaritativa, sino que se expresa en todas las dimensiones de la vida y las diversas actividades que acometemos, también en las actividades de empresarios y gente de negocios a los que el Papa Bergoglio en alguna ocasión ha denominado «artesanos del desarrollo del bien común».

La santidad de vida a la que todos los cristianos estamos llamados es personal, pero realmente no puede existir sin amor al prójimo, sin indignación por la injusticia y preocupación por aquellos por los que sufren dificultad. Olvidar eso significa caer en una noción individualista de salvación que se esfuerza exclusivamente por una falsa excelencia o mérito personal y queda en piedad individual, de la cual fácilmente surgen dobles morales: una profesional y otra personal, o una pública y otra privada. Por ahí van las versiones contemporáneas de un pelagianismo o semipelagianismo que atribuye a la voluntad individual y al mérito humano lo que los gnósticos atribuían a la inteligencia.

Pues bien, la actividad de los empresarios y los que trabajan en las empresas es un modo histórico concreto de cumplir el mandamiento del amor al prójimo, cuando la libertad está orientada al bien: al bien común de la comunidad y a los bienes personales, que no son principios contrapuestos sino objetivos convergentes. Estar orientados hacia el bien supone no caer en la idolatría del lucro y de la ganancia a cualquier precio, olvidando los principios del respeto y la promoción de la dignidad de las personas. La sociedad actuando a través de organizaciones e instituciones públicas y privadas, tiene la responsabilidad moral de promover el bien común. Junto a las organizaciones privadas, las instituciones del Estado (de manera especial el gobierno) tienen una responsabilidad indelegable en promover la libertad en la diversidad y asegurar las condiciones mínimas de la dignidad para todos. Por lo que a la actividad económica se refiere, eso pide seguridad jurídica, estabilidad social y calidad de las leyes, así como utilización eficientemente de los medios de titularidad pública, sin intervenir en todo y favoreciendo una sociedad abierta, plural y libre, empezando por garantizar la libertad religiosa, primera de las libertades.

Precisamente, el nuevo giro que añade el Papa al debate sobre cómo orientar la economía es su acento en la relacionalidad, considerando que la relación no es un accidente de la persona sino un elemento constitutivo de nuestra condición personal. Una antropología relacional concibe a la persona desde las claves de la identidad e interioridad irreductible que constituyen a cada individuo y la relación fundamental con los otros que está en la base de la comunidad humana. Esa antropología relacional está entrañada en la comprensión cristiana de la dignidad humana como imagen y semejanza de Dios. En la dignidad se asientan los derechos y deberes fundamentales sin los cuales no puede haber bien común. Esas nociones tienen consecuencias respecto de cómo pensar la sociedad y también sobre la comprensión de la economía como espacio de relación humana y no solo como lugar de transacciones materiales o monetarias.

El Papa llama a los empresarios «artesanos del desarrollo del bien común»

Respecto al mercado, Martin Schlag nos hace ver cómo se trata de un logro cultural que requiere un marco legal, virtudes y una cultura de la creatividad, el trabajo, el riesgo, el emprendimiento e la innovación. Y Stefano Zamagni habla de él como un ethos que induce a cambios profundos en las relaciones humanas, permitiendo incluso que el principio de fraternidad pueda encontrar un lugar adecuado en el funcionamiento del mercado y no fuera de él. Desde esa comprensión no cabe entender la economía simplemente como un mecanismo para el máximo beneficio, sino como una red de relaciones humanas gobernadas por intereses legítimos, en un marco de seguridad jurídica y justicia en los contratos, y con sentido social. Producir bienes, proporcionar servicios y riqueza que crea valor no pueden ser reducidos al único y principal objetivo de maximizar los beneficios, salvo que hagamos una caricatura de lo que es el mundo económico y empresarial.

Ahí los católicos tenemos que ser firmes y claros en palabras y obras, de igual modo que lo debemos ser al considerar que la ética forma parte integral de las actividades de la economía y las estructuras desde dentro de ellas mismas, y no como un adorno externo para quedar bien. Conviene precisar que cuando hablo de actividades económicas no me refiero solo a las actividades que se suelen englobar bajo la rúbrica de la responsabilidad social corporativa o empresarial, sino al conjunto de las acciones que se realizan en las organizaciones y todo el impacto social que tienen. El hecho es que la responsabilidad ética está en todos los «actos humanos», y las actividades económicas son actos humanos, generalmente institucionalizados o estructurados, pero no por ello dejan de ser actos humanos que implican la libertad de las personas. Y es que la moral cristiana no solo busca evitar los pecados, sino desarrollar el bien y poner metas positivas a partir de la pregunta: ¿quién tengo que llegar a ser y cómo puede hacerlo, para que mi vida sea realmente respuesta a todos los dones que recibo? Para ello necesitamos ejercitarnos, es decir, cultivar hábitos operativos del bien: el bien que se produce en la persona que actúa (la integridad, la humildad, la lealtad, la veracidad, la confiabilidad, la servicialidad…) y el bien que esta hace al actuar. Así es como vivimos el amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, que es tarea de toda la Iglesia y, por tanto, de cada fiel, en todos los órdenes de la vida donde uno desarrolla su ser personal, profesional o ciudadano.

El Papa Francisco ve la economía como una valiosa actividad humana que debe estructurarse para crear prosperidad inclusiva y sostenible. Se trata de favorecer un modelo económico que «hace vivir y no mata, que incluye y no excluye, que humaniza y no deshumaniza, que cuida la creación y no la depreda». Es lo contrario de aceptar que una parte de la gente quede descartada para que el resto pueda vivir bien. Con la misma contundencia que repudia el «descarte» de algunos y afirma la «opción preferencial por los pobres», también rechaza Francisco las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres, pero nunca con los pobres y de los pobres (Fratelli tutti, 169). Y dice que los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, solo deberían pensarse como respuestas pasajeras (FT, 161), ya que el objetivo debe ser permitir una vida digna a través del trabajo, porque no existe peor pobreza que la que priva del trabajo y de la dignidad de él (FT, 162). Y esto tiene otra vertiente —si cabe, más sutil— que no debemos ignorar: nuestra dificultad real de reconocer que podemos recibir algo valioso de los sujetos frágiles, que necesitamos de ellos para realizarnos como seres humanos, porque todos somos vulnerables y dependientes. Tal vez se nos hace difícil disponernos a recibir de las personas más frágiles porque las mentalidades de éxito y la prepotencia se cuelan fácilmente en el corazón.

La Iglesia lanza por mandato del Señor una llamada a crear condiciones para que todos puedan ser participantes activos en la vida de la comunidad, sin paternalismos ni asistencialismos que no entienden de reciprocidad. En una sociedad realmente desarrollada el trabajo no es solo un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el desarrollo personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el desarrollo del mundo. Al favorecer una economía productiva, crear trabajo es la gran aportación de las empresas. Y junto a alentar la creación de fuentes de empleo digno, hay que pensar sobre el deber de favorecer un ritmo de vida que incluya la sabiduría de detenerse, la capacidad contemplativa, el cuidado de la familia y los espacios para el don y la gratuidad. Esa «ecología de la vida cotidiana» que choca de bruces con una «cultura egocéntrica de gratificación instantánea» que confunde la felicidad con el consumismo exacerbado. Son llamadas que se captan bien dentro de los contextos del humanismo y la espiritualidad.

La DSI es un llamamiento permanente a ver cómo nuestras acciones afectan a los otros, en particular a los que están en los márgenes de la sociedad, y a juzgar con principios y valores que alienten a las empresas a promover un pleno desarrollo integral y sostenible del cual son responsables, procediendo con renovada energía para hacer crecer la equidad y la justicia en conformidad a la voluntad de Dios en los negocios concretos. La injusticia política, social o económica, donde quiera que aparezca, llama a los cristianos a la acción, la compasión y la solidaridad; sobre todo a los cristianos con el privilegio y la responsabilidad de liderazgo.

En el mundo tan complejo como el que nos toca en suerte, los cristianos estamos obligados a afrontar la realidad como viene, sin perder el realismo ni tampoco la utopía/profecía que brota del Evangelio. El Papa Francisco invita a que cada uno se sintonice con su personal vocación, con la «llamada que resuena en lo más profundo de nuestro ser interior para dar a los demás». Para reconocer y cultivar la vocación, se necesita tiempo para ser, un lugar para detenerse y aprender de la capacidad de desconectar de las distracciones diarias para examinar cómo se vive y cómo se puede mejorar, haciendo de esto un hábito de autoconocimiento y cultivo de la interioridad, desafiando la «desinteriorización» que lleva aparejada la digitalización y el ritmo trepidante que obligan a una exteriorización continua.

Polarización y sociedad líquida

Hoy polarizar es uno de los deportes favoritos en tantas crisis como nos agitan. Mantener las tensiones sin polarizaciones ni dogmatismos es la tarea del discernimiento, cuando no perdemos el horizonte hacia el cual queremos caminar. Precisamente uno de los signos cardinales de la mediocridad de espíritu —y nada evangélico— es ver contradicciones allí donde solo hay contrastes. En expresión genial de san Ignacio de Loyola es la discreta caritas (caridad discernida).

En este sentido, viene bien recordar los tres niveles —principios, criterios de discernimiento y pautas concretas de actuación— para afrontar las cuestiones sociales (donde se incluyen las económicas) que Pablo VI nos legó en Octogesima adveniens (OA, 1971), y su llamada a todos los cristianos a «discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso» (OA, 4).

En una sociedad tan líquida como la nuestra hacen falta personas sólidas con fuertes vínculos de lealtad y sentido claro, pero no rígido, de pertenencia; personas capaces de ver el lado bueno de las cosas y construir desde el lado sano y sin prejuicios; personas deseosas de buscar profundidad sin conformarse con adoptar clichés o tendencias; personas con una perspectiva universal y fraterna, que no pierden de vista un enfoque local concreto, siguiendo el principio de aspirar al máximo y de no amilanarse ante los vastos horizontes, sin perder de vista los detalles más pequeños; personas con un sistema coherente de valores morales; personas capaces de abrazar grandes ideales, sin rehuir las preguntas incómodas sobre las tensiones entre los valores/ideales y las prácticas empresariales concretas. El liderazgo servicial asentado en valores no busca el éxito como un objetivo, sino que busca servir de manera muy concreta y realista, entregándose y haciendo bien las cosas, no dejando que la queja o los obstáculos que surgen bloqueen el camino, ni que los desalientos lleven la pasividad o las trampas hagan colapsar la integridad.

La caridad siempre está llamándonos a ser mejores personas y a que crezcamos en lo esencial. Gracias a ella, podemos —en medio de las tensiones y los conflictos— no perder el rumbo hacia el bien, escuchando la llamada del Señor en lo concreto de nuestra vida, apoyándonos mutuamente como miembros de la comunidad cristiana, donde somos discípulos peregrinos y queremos poner nuestras mejores energías en responder con libertad y verdad en la caridad.


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