Migrantes: el Evangelio que llama a nuestra puerta

La migración se ha convertido en uno de los grandes desafíos de nuestra sociedad. Mas allá de los datos, hay historias de vida que nos interpelan. Como cristianos, estamos llamados no solo a comprender, sino a acoger. Ante la Jornada de las Migraciones que celebramos este domingo, Mario Alcudia reflexiona sobre la necesidad de mirar a estas personas con los ojos del Evangelio, reconociendo en ellos no una amenaza, sino una oportunidad para vivir nuestra fe con mayor autenticidad

Jornada Mundial de las Migraciones
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MIGRANTES: EL EVANGELIO QUE LLAMA A NUESTRA PUERTA |FIRMA MARIO ALCUDIA

Redacción Religión

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En un mundo marcado por guerras, injusticias y fenómenos extremos que obligan a miles de personas a abandonar su tierra, la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que celebramos mañana, nos invita a mirar con ojos nuevos a estas personas a los que León XIV en su mensaje califica como misioneros de esperanza.   

El Papa nos llama a superar el individualismo y a abrirnos a la solidaridad. La búsqueda de la felicidad y la esperanza de encontrarla en otro lugar es, de hecho, una de las principales motivaciones de la movilidad humana. Una esperanza que no es ingenua sino profundamente cristiana, respondiendo así al anhelo de felicidad que Dios pone en el corazón de cada persona.

En una reciente entrevista un joven senegalés que llegó a España, tras atravesar el desierto y el mar, hablaba de su madre, de su fe, de cómo rezaba cada noche en medio del miedo. Decía que no entendía por qué algunos le miraban con recelo. Esa charla me hacía pensar en cuántas veces juzgamos sin conocer. En cuántas veces nos encerramos en nuestras seguridades, olvidando que el Evangelio nos llama a salir, a acoger, a amar sin condiciones. Porque el amor cristiano no se mide por lo que damos, sino por cómo lo damos. Por si lo hacemos desde el corazón, desde el reconocimiento del otro como hermano, desde la fe.

Las migraciones nos obligan a revisar nuestras prioridades, comodidades y certezas. Nos invita a construir comunidades más abiertas, más solidarias, más vivas, sin miedo a la diferencia, abrazándoles como parte del Reino de Dios.

La Iglesia no puede ser un lugar cerrado. Es casa, es abrazo, Evangelio vivo. Y eso empieza por nosotros. Por cómo les miramos, por cómo hablamos, por cómo les acogemos. Porque cuando acogemos al otro, descubrimos que también nosotros somos acogidos por Dios.

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