Para la Iglesia el diálogo no es una estrategia, ni una opción entre otras. Es la forma (arriesgada) a través de la cual Dios ha querido salir al encuentro de la razón y de la libertad de los hombres para ofrecerles su salvación, o sea, la plena satisfacción de sus deseos y aspiraciones más profundas. Toda la historia de la salvación es la historia del diálogo que Dios ha querido mantener con el hombre, como resuena estos días en la liturgia de Adviento en la palabra de los profetas. La culminación de ese diálogo es Jesucristo, y su presencia prolongada en la historia es la Iglesia.

Hay una pregunta que, precisamente en este tiempo, se vuelve acuciante. Si el pueblo ya conocía la Verdad y el camino para una vida justa, a través de la Ley y de los Profetas, ¿para qué, entonces, la encarnación del Hijo de Dios? El Señor conoce nuestra debilidad para entender y para adherirnos a la Verdad, y sabe que sólo a través de nuestra libertad podemos vivirla, porque no nos quiso autómatas sino libres, también ante Él. Por eso no bastaban las nobles tablas de piedra con el Decálogo. Era necesaria la carne del Hijo de Dios, de Jesús niño, de Jesús que trabaja, de Jesús que predica, cura y hace milagros, de Jesús que acepta morir en la cruz y resucita.

Hoy sucede exactamente lo mismo. Necesitamos que la Verdad se haga carne, que se haga presencia cercana, que acepte el desafío de la angustia y de la búsqueda de la gente, en definitiva, de su libertad. Por eso, como decía san Pablo VI, “la Iglesia se hace diálogo”. Y como decía san Juan Pablo II, “el hombre es el camino de la Iglesia”. Esta es la magnitud del drama: Dios quiere proseguir su diálogo con el hombre de hoy a través de la pobre gente que formamos la Iglesia. La tarea no es conseguir que la opinión cristiana triunfe sobre otras, sino que los hombres y mujeres de nuestro tiempo encuentren al Único que puede saciar su sed.