La foto que me ha llamado la atención es de Robert Duanó, un gran clásico. Está tomada en un playa de chinas, de piedras pequeñas, un día de un otoño ya avanzado. El día está nublado. El encuadre con vierte la orilla en una larga línea con mucha profundidad. Las olas no consiguen superar un escalón natural en el que reposan algas oscuras.

De fondo, casetas para los bañistas huérfanas y descuidas por el verano lejano. Y en primer plano una mujer joven sentada en una silla de hierro con un pañuelo en la cabeza y una chaqueta y una falda muy abrigadas. Junto a ella un hombre también joven con corbata, jersey y americana de tweed. También sonríe. Los dos miran a en el mar algo que no vemos. Los dos se ríen divertidos. Divertidos y contentos, más contentos que si se estuviesen mirando a los ojos, más contentos que cuando se ahogan en un torrente de caricias. El hombre, en cuchillas, seca los pies de la chica. Aunque hace frío ha querido mojarse los pies en la risa de las olas. Y su amigo, su enamorado, se agacha y toma con delicadeza el pie izquierdo y lo frota con delicadeza.

Lo enjuga como quien seca una cereza madura, como quien seca una breva de piel fina. Sin apretar, sin retener, con terneza firme. La misma terneza que tendrá cuando tenga que secar de tristeza la mano de la enamorada, idéntica que la que tendrá cuando las carnes de la enamorada estén surcadas por el paso del tiempo, la misma que necesitará ella para bajar unas escaleras que se le harán demasiado pinas. Los dos miran algo que hay en el mar que no vemos. Los dos se ríen divertidos.