La foto que me ha llamado la atención la publica La Razón. Es una foto grande de la plaza del Palacio de los Dogos, en la Serenísima. Se ve una de las cúpulas de San Marcos, debajo de esas piedras grises que construyen una cebolla de aire oriental hay un cielo. Un cielo-cielo, construido de teselas pintadas con el azul que sobró cuando se hicieron todos los cielos. Debajo de esa cebolla de piedra hay lo que un gran escritor llama el azul sobrante, y oros y un fondo de oro que es la misma gloria, la gloria-gloria, que se pone uno debajo de la cebolla y se queda uno con la boca abierta y cada centímetro de piel dice, es, esto, es esto. Es una belleza así, gloriosa, una belleza del primer día del paraíso, es esto lo que yo estaba buscando. Y en la foto, al lado de la cúpula está la larga logia del Palacio de los dogos esos señores que sabían vender y comprar tan bien, que sabían navegar tan lejos. La larga logia con sus muchos arcos serenos mirando a Oriente. Porque Venecia es Oriente que ha venido a Europa y que llega en un león con alas. La plaza de los dogos esta anegada de ese agua gris y sucia de la laguna. Las gentes pasean arrastrando los pies. Las sillas de una terraza han naufragado bajo una farola que sigue seca. Una señora muy bohemia, con un sombrero negro muy grande, se ha cogido una de las sillas naufragadas y se ha sentado. Tiene en los pies unos plásticos naranjas. La señora está sentada en medio del gran charco en el que se ha convertido la plaza del Palacio de los Dogos. Ha cruzado las piernas y mira también ella a Oriente. Luego le dará frío y se marchara al hotel. Luego se levantará y se tomará un caldo caliente. Pero así sentada, así instalada, serena en la plaza de la Serenísima, mientras sube el agua de la marea, ha dado forma y figura al deseo de muchos: al deseo de una tranquilidad en medio de la crecida, al deseo de tener fija la mirada en Oriente mientras parece que nos ahogamos.