La imagen que me ha llamado la atención la he visto trasteando por internet. El es retrató en blanco y negro uno de los lugares más singulares y misteriosos de la tierra. Una pared blanca, limpia, sin adornos, en la esquina inferior derecha una cama muy estrecha, una cama que si te mueves te caes. La cama vestida, sin colcha, una sábana con el embozo grande y una manta. Junto al lecho, muy cerca, una mesa muy baja, también pequeña. La cama y la mesa iluminadas por una ventana con seis barrotes. La luz suave, tamizada por unos cristales que parecen opacos, llega de un mundo lejano, de un mundo libre donde se va y se viene, se pasea junto al mar, se suben montañas. El aire entra en la celda fotografiada y se queda durante unos instantes entre cuatro paredes muy juntas y luego escapa entre los seis barrotes. Se queda, se quedó dentro el preso. Veinte años, con sus días y sus noches, el preso respiraba el aire que le llegaba colándose por los seis barrotes. Al despertar, en esas fracciones de segundo en los que todos intentamos recordar dónde estamos al pasar del sueño a la vigilia, el mismo techo, los mismos muebles. Ahora ya sabemos qué significa eso. Si acaso un paseo al día por el patio. El tiempo pasa lento, hoy es igual que ayer, mañana será igual que hoy: la cama, la mesa, la pared blanca y uno solo, solo con la memoria, solo con la infinidad de vidas que lleva dentro, sin distracciones, herido por la injusticia de la que es víctima. 20 años con sus días y sus noches, con la infinita posibilidad de que la injusticia se pudriera. Y sin embargo el preso salió de allí 20 años después dispuesto a reconstruir, dispuesto a perdonar, dispuesto a hermanar. La celda de la foto, reconocedlo, es el lugar más singular y misterioso del mundo. ¿Qué había en la celda, qué había en el preso?