Trasteando y navegando por internet he acabado recalando en unas fotos que hizo Steve McCurry, un estadounidense, hizo la foto en la India. Yo creo que los dedos, que tienen memoria propia, han viajado solos en el ratón para visitar ese país que tanto sufre, ese mundo que te roba el corazón. La foto es un retrato de un pastor en medio de un camino.

En el fondo, sin foco, una vaca sagradísima y algunas cañas al borde de la vereda estrecha. El protagonista de la foto, delgado, espiritualmente delgado, viste de un blanco ensuciado por la vida y la pobreza y apoya en su hombro un cayado. Sobre la cabeza lleva un turbante carmesí que da muchas vueltas, es el tocado una culebra inofensiva y colorada que se hace un ovillo para dar sombra, para llenar de sangre y de vida el rostro.

Nuestro hombre, con la cara muy estrecha, la nariz fina y larga, lleva en las orejas dos aros de oro, gasta un bigote fino y largo y una perilla descuidada. En sus dedos sortijas de acero barato, alianzas que testimonian su vínculo y su fidelidad al mundo en el que vive. Hay en su boca una media sonrisa, pero lo que le sonríen, sobre todo, son los ojos.

Tiene el pastor unos azabaches pequeños pero vivísimos, derrochan brillo, el brillo de una alegría madura, de una alegría que se resiste a rendirse ante las desgracias, una alegría sin queja, una alegría forjada por una mirada limpia que se posa sobre el amanecer, sobre el campo, sobre los charcos de la lluvia, sobre los niños que juegan en los charcos, una mirada serenamente sorprendida.

Es en el pozo de esa sorpresa donde sacan los ojos del pastor su alegría. Queremos ojos como los del pastor, ojos que nos miren con un extraño brillo, con el luminoso brillo de la alegría.