La foto que me ha llamado la atención la publica La Vanguardia. Una joven camina por un paisaje urbano hecho de cemento, de acero y de vidrio. Formas frías de una arquitectura funcional.

Está la chica sola, en un desierto de formas superdiseñadas para producir sombras gélidas, asépticas, sombras de un urbanismo que ni mojan ni enfadan. La asepsia de un paisaje que se antoja una desolación. No hay nadie más en la calle, solo un triste árbol desnudo incapaz de hacer compañía. Supongamos que la desolación exterior es desolación interior.

Los retratos son así, para explicar lo que uno lleva dentro reflejan lo que hay fuera. Supongamos, es fácil, que esas aristas de acero y de vidrio son las formas que dominan en el alma de la chica. Aristas y frialdad, angustia por dentro.

Hay veces que sucede, hay veces que el paisaje habitual, lleno de matices, de verdes, de ocres, de una luz cálida que te dice que el mundo es para ti, hay veces que ese paisaje habitual desaparece y todas las formas pinchans, y el mundo se ha vuelto inhospito.

En esos momentos, incapaces de ver y no atreviéndonos a imaginar lo que el futuro nos acarrea, nos aferramos a lo que ya sabíamos o creíamos saber, a lo que poseíamos o soñábamos poseer. Y en esos momentos, momentos como los de la chica de la foto, solo cuando somos capaces de abandonar, sin amargura o autocompasión, un sueño que por largo tiempo hemos acariciado, para concebir sueños más elevados, solo entonces nos liberamos.

Pero necesitamos que antes, alguien aparezca en la foto de la calle desolada, necesitamos una mano cálida.