Esta semana, la llamada cumbre de Rabat -que se quedó en una excursión campestre- ha oscurecido otros sucedidos que creo que son importantes. El que más me ha llamado la atención ha sido observar cómo Salvador Illa aceptaba ponerse el uniforme de doncella, con cofia y todo, para servirles a los totalitarios catalanes la aprobación de unos presupuestos, en los que hay una partida de más de 300 millones para subvencionar estructuras de estado totalitario, o sea, dinero público para seguir alquilando residencias caras, en una docena de países del mundo, y pagar sueldos a los embajadores de la señorita Pepis, que contratarán más personal para poder decir que esta España -que les saca de la cárcel a sus delincuentes, y les permite que empleen más de 300 millones de euros para explicar por los cinco continentes que España es perversa- resulta que es un Estado que les hostiga, les persigue y les humilla.

Y, mientras el líder del socialismo catalán se ponía el uniforme de doncella para que a los totalitarios no les falte de nada, los totalitarios, en algunas escuelas catalanas, someten a los niños a preguntas tales cómo qué idioma hablan sus padres, si ven la televisión en castellano, si los menores hablan, alguna vez, castellano en los recreos, en fin, la vigilancia al servicio de una organización totalitaria, donde los derechos de los niños, recogido por Naciones Unidas, se las pasan por el forro de la estelada. Salvador Illa ha logrado despejar las pocas dudas que quedaban, y es que da lo mismo votar al secesionismo o al socialismo catalán. Los dos son Rolex de esa nación totalitaria que Pedro Sánchez les está ayudando a construir. Pero, al fin y al cabo, el Rolex de los seguidores del Prófugo Cobarde y el de Ezquerra es un Rolex auténtico, mientras el del socialismo catalán es una imitación, aunque dé la misma hora. Y la hora de los autónomos ha pasado. Los elogios se han convertido en impuestos. Pagan un 45% más de impuestos que hace cinco años. Más de 20.000 han abandonado. Pero el Gobierno sigue creyendo que manipulando encuestas, estadísticas y recuentos, el que trabaja una semana al mes tiene empleo y está feliz. Pero no hay campaña de publicidad que calme la falta de esperanzas con un anuncio. Ni aunque el anuncio se emita desde Rabat.