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'Crónicas perplejas': "No entiendo esas cocinas integradas en el salón. Soy inmune a la modernidad"

Sobre la cocina como templo del hogar, las recetas de nuestras abuelas y esos sabores y olores que nos trasladan a nuestra niñez habla Antonio Agredano

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Sobre la cocina como templo del hogar, las recetas de nuestras abuelas y esos sabores y olores que nos trasladan a nuestra niñez habla Antonio Agredano

Redactor de COPE

Tiempo de lectura: 2'Actualizado 10:38

Siempre he asociado la felicidad a las cocinas. Su calma contagiosa. El tiempo que allí parece detenido. El primor en los gestos. Las cocinas son como un hogar dentro del hogar. Un refugio de la rutina. Una suerte de templo, con su silencio, sus fuegos, sus olores y sus rituales. Chisporrotean los ajos. Se descorcha una botella de vino. Y lo que sucede luego, es la vida: Placeres fugaces, conversaciones hasta la madrugada y copas que se rompen con un suspiro.

No entiendo esas cocinas integradas en el salón. Soy inmune a la modernidad. Se suaviza así el santuario que deberían ser; se transforman en algún tipo de escaparate de recetas, un showcooking o algo peor. Ya no hay lugar para las confidencias. Dejan de ser un espacio íntimo para abandonarse al bullicio del día a día, a los nuggets y a las latas de cerveza abandonadas a medias.

Lo mejor de las cocinas es que uno ni siquiera necesita saber cocinar para sentirse, entre sus paredes, parte de algo importante. Hasta el más inútil de los pinches, podría ser mi caso, siente el vértigo de los cuchillos, del aceite calentándose, de los botecitos de especias, del primitivo deleite de la carne. Cada receta es una celebración, un recuerdo de familia, una labor amorosa o un estado de ánimo.

Decía que siempre he asociado la felicidad a las cocinas por el estómago, pero también por el corazón. Probar el salmorejo de mi madre directamente del vaso de la minipimer es uno de mis primeros recuerdos infantiles. Los repápalos de mi abuela María que me quemaban la boca por impaciente. Esta memoria de nariz, paladar y retina. Yendo y viniendo a la cocina. Pellizcando el pan por el camino. Los platos humeando al ser servidos. Los buenos y los malos cocineros tienen, en todas las casas, por supuesto en la tuya, el mismo propósito: Sentarse, con una sonrisa, en torno a la mesa, junto a las personas que ama. Lo que se guisa en la cocina no es otra cosa que ese instante. Ese encuentro. Esa expectativa. Esa alegría compartida. Un instante decía, que, aunque pueda parecerlo, no siempre sale a la primera… no siempre resulta una receta sencilla.


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