En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus "Crónicas perplejas".

Que el mundo funcione es un milagro. Que haya orden en este caos, que los aviones vuelen, que los fuegos no lo destruyan todo, que las calles sean lugares transitables. Que la vida, en definitiva, sea un espacio cómodo, próspero, tranquilo. Habitable.

Pero, para que la mayoría de los mortales podamos ocuparnos de nuestros asuntos cotidianos, de nuestros dramas de escalera, alguien tiene que pagar un precio. El precio del riesgo. Tener una vocación que sacrifica su paz para que los demás podamos disfrutarla.

Mi hijo pequeño quiere ser bombero. Dibuja bomberos, se disfraza de bombero, tiene muñecos que son bomberos y juega a que apagan los incendios. Cuando oye las sirenas, se asoma a la ventana, para ver si es un camión de bomberos. Ojalá que no, le digo. Pero no puedo borrar su cara de ilusión.

Ahora bromeo con él, entiendo su pronta vocación como un capricho de niñez, pero a veces pienso: cómo viviría yo las noches si de verdad tuviera un hijo con una profesión como la suya. Qué vértigo en el cuerpo cada vez que viera los informativos o recibiera una llamada con número largo o escuchara, como él, las sirenas.

Y hoy quiero recordar no sólo a esos bomberos, policías, mineros… sino a sus padres. Detrás de cada peligro, hay una madre que espera. Detrás de cada intervención, de cada desgracia, de cada humo lejano o de cada noticia de última hora, hay unos padres que saben que su hijo o su hija han decidido poner en riesgo su vida para que el mundo siga siendo como es, tan frágil como hermoso.