Antonio Agredano y los grupos de whatsapp: "El infierno debe ser bastante parecido a un aparatito que pita a todas horas y en todas partes"

Grupos de cazar Pokemons, de usuarios de una línea de autobús o de una competición escatológica entre hermanos... Antonio Agredano escribe sobre esos grupos de whatsapp que nos llenan el teléfono móvil de mensajes.

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Grupos de whatsapp, por Antonio Agredano | Crónicas Perplejas

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En las discotecas y en los grupos de WhatsApp soy el mismo tipo de persona. Me acomodo en la barra y observo, mientras bebo con entusiasmo, y me pregunto: «¿Qué hago aquí?». 

Si ya la gente en directo es bastante impertinente, imaginad a través de la pantalla, con esa sensación de impunidad que da la distancia. Las cosas que uno lee. Esas pullas. Esos desaires. Esas excusas. Dan ganas de lanzar el móvil por la ventana y refugiarse en los viejos placeres del aburrimiento y de la soledad.

El infierno debe ser bastante parecido a un aparatito que pita a todas horas y en todas partes. Y que, cuando no pita, encima, nos preocupa. Esa maquinaria siniestra que nos obliga a estar pendientes, a responder rápido, a tener que justificar casi nuestras ausencias, como si la vida fuera lo que ocurre dentro y no lo que tenemos fuera.

Y sin embargo, quién puede prescindir de él. Sólo los aventureros o los insensatos. Pero los que trabajamos, los que tenemos hijos, los que queremos más o menos estar pendientes del devenir de las cosas, ya estamos condenados a los emoticonos, a los stickers, a los ok, a los perfe, que es la palabra que yo más uso cuando me doy por enterado de algún mandado.

Grupos de trabajo, grupos familiares, grupos de amigos, grupos de las clases de los dos niños, del fútbol del pequeño, de mis pachangas, del crossfit. Reproches, tensión sexual no resuelta, necesidad de un persianero, favores inesperados. Así funciona nuestro mundo. Un desorden que constantemente nos da unos golpecitos en el hombro reclamando nuestra atención. Mientras los libros se acumulan sin leer, las películas se abandonan a mitad y el cuerpo pide un descanso que le negamos.

Sé que me hago mayor porque cada vez valoro más la intrascendencia. La antipatía. Y la retirada. Porque ya no tengo tantas ganas de que mi opinión se oiga. Sólo me acomodo en la barra y miro a mi alrededor, con una alegre y silenciosa melancolía. Porque el vino está a este lado de la pantalla. Y el amor, que es sobre todo olor y tacto. Porque sé que las cosas importantes no caben en ese aparato pequeño, gritón y caro.