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Schlichting: "¿Cuánto tardará en cuajar un liderazgo letal, que dispare una reacción colectiva?"

La directora de Fin de Semana recuerda a Stefan Zweig en el centenario del fin de la I Guerra Mundial.

Cristina López Schlichting

Cristina López Schlichting

'Fin de Semana' COPE

Tiempo de lectura: 3'Actualizado 13 nov 2018

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Era el comienzo del siglo XX, allá por 1905, y un jovencito con una cara levemente parecida a Adolf Hitler, escuchaba el ruido de los tranvías de caballos, que estaban empezando a ser sustituídos por los de vapor, y abría los grandes periódicos vieneses crujientes en el café del hotel Sacher, que servía la mejor tarta de chocolate del mundo. Se regocijaba viendo sus propios artículos en las páginas y preparando la tertulia de la tarde con los amigos intelectuales.

El joven era hijo de ricos comerciantes judíos, había estudiado en la facultad y sería uno de los grandes escritores europeos que, con Josep Roth, Thomas Mann o Irene Nemirovsky contaría las dos guerras mundiales y el final de los grandes imperios europeos. Muchos años después, en su exilio de Brasil, ese judío de Viena, Stefan Zweig, se maravillaba preguntándose cómo su mundo sólido, el de las industrias, los transportes, los periódicos y las tertulias vienesas pudo tambalearse y ceder a la locura de la guerra y la destrucción. Sencillamente, nadie lo hubiese imaginado en 1905 o 1910. De esa reflexión salió su libro póstumo “El mundo de ayer” escrito justo antes de su suicidio en 1941cuando el nazismo amenazaba con engullir todo lo que Zweig había amado.

¿Qué pasó? ¿Qué lo arrasó todo? ¿Dónde dejaron de importar la paz, las personas, la vida? Hubo intereses de los imperios coloniales, es verdad. Y roces políticos, pero lo que sobre todo hubo -hay que admirarse- fueron ilusiones. Fíjate, las ilusiones de los obreros oprimidos por un mundo más justo, las ilusiones de los nacionalistas por la libertad de los países que estaban bajo la corona Austrohúngara. Ilusiones de libertad y un enorme descontento por lo que había. Y llegó la guerra para cambiarlo todo. Y desapareció la corona austrohúngara, y el emperador se fue al exilio y nacieron los países balcánicos.

Hoy se cumplen cien años del final de la primera guerra mundial, el 11 de noviembre de 1918, y ni Serbia ni Bosnia ni Hungría están mejor políticamente que entonces. Lo mismo pasó en la Segunda Guerra Mundial. Se soñó una sociedad perfecta -la nazi- y el resultado ya lo conocemos.

Hoy, en Europa hay signos alarmantes, supongo que no soy la única que los ve. Hay demasiada gente que dice que el sistema democrático está agotado. Pese a que ha proporcionado la paz más larga de nuestra historia. ¿Qué se plantea como propuesta alternativa? La confrontación. No se busca el acuerdo, se procura ahondar en la diferencia. El “otro” se convierte en enemigo: el musulmán, la casta, los jueces, el independentista o el españolista, el varón o la mujer, según el caso.

Los dirigentes moderados se van porque no pueden hacer frente a los nuevos radicales.

Merkel deja el camino porque viene la ultraderecha alemana, la socialdemocracia germana cede ante los verdes radicalizados, Rajoy ante la pinza con Podemos y los nacionalismos. Trump, Bolsonaro, el Brexit, todo va muy deprisa porque ya no hay convicciones duraderas y un ejército de robots rusos puede mutar la opinión de un pueblo en un abrir y cerrar de ojos, lo mismo en EE.UU. que en Cataluña.

La ciudadanía está ávida de cambios, sólo que no sabe cuál pudiera ser el cambio. Estamos en el mundo rico -miren alrededor por el mundo- pero el lamento material es constante. Y el rencor hacia los supuestos culpables.

La frustración es una bomba de relojería que Stefan Zweig minusvaloró en su mundo ¿Cuánto tardará en cuajar un liderazgo letal, que dispare una reacción colectiva?

Hoy domingo es el centenario de la Primera Guerra Mundial. Nada está escrito. Conviene preguntarse si estamos tan horriblemente mal. Si de verdad hay motivo para desbaratar el sistema. También si nuestra insatisfacción tiene raíces materiales o más bien responde algo más profundo, a una pregunta, una nostalgia que nos constituyen íntimamente. No me quito de la cabeza al Stefan Zweig que se horrorizaba de la súbita desaparición de su mundo europeo, supuestamente tan inamovible.

No estoy predicando resignación. Estoy pensando en la Europa donde las jornadas de 19 horas diarias de los conductores de los tranvías vieneses son inimaginables. Donde los parlamentos garantizan la pacífica sucesión de las facciones sociales. Donde impera la ley y se respeta la vida. ¿Qué la democracia es perfeccionable? Claro. ¿Qué los derechos y características de cada territorio podrían ser más reconocidos? Por supuesto. Pero es mucho lo conseguido, son más de sesenta años de paz en Europa desde el final de la última gran guerra.

Enseñemos a nuestros hijos este deleite de la paz. Hagámosles sentirse orgullosos de un sistema donde los votos sustituyen a las armas. Donde hay tribunales, con errores como todo, pero tribunales sólidos. Donde al cabo, bajo el Arco del Triunfo de París, nuestro rey dará hoy la mano en señal de paz a Macron, Trump o Merkel. La paz se construye cada día. Que los espejismos ideales no nos ofusquen. La nostalgia que llevamos dentro los seres humanos, el deseo de infinito no se deshace con la confrontación, la lucha, el enfrentamiento. Nuestra natural nostalgia del corazón siempre estará ahí, como un deseo de infinito.

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