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El último bar que vimos abierto

En 2017 se redujo el número de establecimientos de bebidas. Y ya van siete años seguidos. 

El último bar que vimos abierto

 

Jon Uriarte

Comunicador

COPE.ES

Tiempo de lectura: 4'Actualizado 12:30

“Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto. Tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto”. Lo canta el maestro Sabina cuando el vaso de su salud se levanta optimista y parece medio lleno. No es hoy mi caso. Y no por pila vital, sino emocional. Si me hicieran un análisis de fe en el futuro de los bares me saldría bajo en ilusión. Sobre todo tras el dato revelado por la Federación Española de Hostelería. La tasca está en extinción. De ahí estas sentidas líneas de alguien que escribió sus únicas buenas ideas en viejos posavasos.

En 2017 se redujo el número de establecimientos de bebidas. Y ya van siete años seguidos. Imaginen cuando acabe este 2018. Desde 2010 han cerrado 18.269 locales. Por un lado está la crisis. Por otro la despoblación de ciertas zonas rurales, donde tener un bar supone servir copas al viento. Los clientes se van y ya no queda ni la sombra. Pero también hay cierres en los viejos barrios. Acodarse en la barra no es algo que hagan las nuevas generaciones. El botellón y las nuevas formas de socializar en torno al alcohol han colocado al bar en la última opción elegida. Salvo para entrar, pedir un vaso de agua o vaciar vejiga por la cara. Esas normas de la administración que pretende convertir a los bares en fuentes gratuitas y baños públicos. En cambio poco o nada ayudan esas autoridades a quienes un día decidieron colocarse tras el mostrador, rodeados de botellas. Y me duele. Soy hijo de familia tasquera y pasé un buen puñado de años recorriendo de norte a sur la larga barra de un bar restaurante. Pocas cosas me han servido tanto para comprender las cosas de la vida. Tanto lo bueno, como lo malo.

No puedo con las cadenas hosteleras. No me refiero a quien tiene cuatro locales, sino a las que vienen a ser el Zara del pintxo y la caña. Un prêt-à-porter gastronómico tan exitoso como impersonal. Siempre he mantenido que un restaurante necesita cara, además de platos. Por bien que se coma, necesitas de alguien con buen trato. Y eso, en un bar, se subraya aún más. Porque un refresco o una cerveza te los puedes tomar en casa, mejor y más barato. Si acudes al bar de la esquina es por la charla, la complicidad y ese rato que dura poco, pero te alegra la vida. Salía hace unos días un dato preocupante. Cada vez más gente vive en una soledad no deseada. Su pareja se fue o nunca la tuvo. Y la familia ni está, ni se le espera. Nadie con quien hablar. Por eso, los expertos aseguran que cuatro o cinco conversaciones breves nos pueden salvar de la depresión. Puede suceder en la panadería. No lo negaremos. Pero a nadie se le escapa que un bar siempre fue el escenario perfecto para la tertulia. Aunque sea apurando el último trago frío de café, para no dejar sin poner el punto y seguido en el debate del día sobre lo más importante o lo más banal. De hecho el bar es, incluso, más social que el restaurante.

Cuando acudimos a comer, puede darse el caso de que acabemos charlando con la mesa vecina. Pero cada vez cuesta más. Lo normal es ver una mesa larga con gente que no habla entre ella y que, entre plato y plato, se comunica con personas que no están allí, a través de los móviles. Y la comida, siendo grupal, se convierte en solitaria. Eso todavía no pasa en los bares. Si hay alguien solo y no habla con el camarero lo habitual es que sea un alcohólico. El resto, hasta quien entra solo, siempre buscará la senda oral. Hablar de lo que sea. Del tiempo, el fútbol o el Brexit, aunque no tengamos ni puñetera idea del asunto. La cosa es hablar. Beber es un ejercicio que rara vez se hace en un bar por sed. Quizá el primer trago. O el primer vaso. A partir de ahí es otra cosa. Y se llama socializar. Por eso duelen esas 18.269 persianas bajadas.

Los clientes van desapareciendo y los bares también. A veces no está claro si fue antes el huevo o la gallina. Muchos hincan la rodilla por jubilación y falta de relevo, bastantes porque no hay forma de encontrar personal y la mayoría porque los alquileres son abusivos. Y un mal día descubres que ya no está el bar de Julián y que ahora hay otra cosa. Ni siquiera la sucursal del Banco Hispanoamericano que encontraba Sabina en aquella canción. Porque ya ni ellas aguantan abiertas. Han sucumbido ante el poderoso dios Internet. Total que tu rincón para el vermut dominical y compartido, es solo un recuerdo. Algunos sobreviven. Pagando un caro precio y convirtiéndose en local total, desde el desayuno hasta la cena. Además, como ahora es una macro cadena, descubres a un chaval que solo mira al fregadero y al reloj. Para que te ponga dos cañas debes echar una instancia y rezar. Cuando por fin te la sirve, sin decirte ni mu, se va a la caja para marcar la consumición, porque es incapaz de sumar dos y dos. Y te vas añorando lo que antes despreciabas. Un viejo bar con serrín en el suelo y fluorescentes en el techo.

Un bar feo y vulgar. De aquellos que tenían el calendario del año pasado hasta febrero. Con el póster del equipo amado y la foto del futbolista añorado. Todo viejo. Pero sincero. Allí hasta la mugre decía la verdad. El otro día encontré uno así. Y al entrar, mientras la dueña me ponía el botellín de cerveza con una sonrisa por tapa, recordé mis años pretéritos. Todos teníamos un amor inalcanzable. También un servidor. Pero la barra me hacía optimista. Por eso aguardaba en el último bar que veía abierto para decirle, con la voz rota de Sabina, “Cántame una canción al oído y te pongo un cubata. Con una condición, que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata”.

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