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La caridad y la cultura de Federico Ozanam

Antonio R. Rubio Plo

Antonio R. Rubio Plo

Escritor y analista internacional

Tiempo de lectura: 3'Actualizado 09:34

Federico Ozanam

Federico Ozanam, undador de la Sociedad de San Vicente de Paúl.  Paules Zaragoza

Próximo a celebrarse el sínodo de los jóvenes, la Iglesia propone diversos ejemplos de santidad, recientes y menos recientes, de personas con una vida breve, pero que dejaron una huella profunda en sus ambientes, y que todavía hoy nos ofrecen un camino que sale al paso del pesimismo de quienes creen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los tiempos fáciles nunca han existido, ni siquiera cuando el Estado y la sociedad eran oficialmente cristianos. Las dificultades siempre han existido, manifestadas algunas veces con el martirio de la sangre, y muchas otras en el martirio de la paciencia.

Entre los jóvenes testigos recordados por el sínodo está el beato Federico Ozanam (1813-1853), fundador de la Sociedad de San Vicente de Paúl, también conocida como las Conferencias. Han transcurrido casi dos siglos desde su fundación, pero por ellas, en distintos países y épocas, pasaron infinidad de cristianos que aprendieron a descubrir a Dios en los pobres. El propio san Juan Pablo II perteneció a las Conferencias en su juventud, y así lo recordó en la homilía de beatificación de Ozanam el 22 de agosto de 1997.

Quien haya leído Los miserables de Víctor Hugo será capaz de comprender el París en que vivió Ozanam: la época de la ascensión de una gran burguesía, fielmente retratada en La Comedia Humana de Balzac, que tiene como eslóganes la libertad y la propiedad, pero carece de toda sensibilidad social. Es incapaz de vislumbrar cómo la miseria se adueña de la sociedad. Se han tomado tan serio lo de enriquecerse “por medio del trabajo y del ahorro”, en expresión del primer ministro Guizot, que son incapaces de abrir los ojos a las miserias materiales y morales. Por lo demás, es una burguesía que, en gran número, ha abrazado los dogmas anticlericales de la Ilustración y considera a la Iglesia como una institución a punto de extinguirse. El catolicismo sería un reducto de tiempos pasados como la monarquía de los Borbones que fue derribada en la revolución de 1830. París se llenó entonces de banderas tricolores y se puso en el trono a un “rey ciudadano”, Luis Felipe de Orleáns. Francia tendría un gobierno liberal, pero no un gobierno democrático.

Las afinidades de aquellos tiempos con los actuales no son pocas. Liberalismo político y globalización como resultado de la naciente revolución industrial, pero también tremendas diferencias sociales y un descontento popular que canalizará en 1848 en nuevas revoluciones. Luchas políticas y polarización social. ¿No vemos lo mismo en nuestros días, y particularmente en Europa y EEUU? Federico Ozanam, aquel muchacho que en 1831 llegó de Lyon a la universidad de París con tan solo dieciocho años, tiene que decirnos muchas cosas a los que vivimos en estos tiempos agitados. Unos tiempos que requieren de personas que no pasen de largo, con pretexto de intensas ocupaciones, y que sean buenos samaritanos para acercarse a sus hermanos los hombres. Samaritano es aquel que se acerca a todos sin excepciones, sin reparar en sus propios defectos ni en los ajenos. No pregunta por la nacionalidad, la clase social, la religión o la increencia. Es un representante de un Dios hecho amor y misericordia. El amor de Dios se ha encarnado en él para llegar a otros, a esos huérfanos y viudas, en sentido figurado y real, de los que tanto habla la Escritura.

Hoy la palabra eficacia está en todas partes, no solo en las empresas sino también en la distribución de la caridad, aunque este término sienta mal a algunos que lo relacionan con las migajas del banquete de la vida. Antes bien, ellos piensan que la justicia pondría las cosas en su sitio. Pero la eficacia ni la justicia sirven de mucho si falta cercanía, calor humano. Los necesitados lo son también de amor. Por eso un cristiano debe llevar a otros el amor que ha recibido de su Dios, que no es una divinidad lejana e inaccesible, sino una Persona viva, Cristo Jesús.

Federico Ozanam también resulta atractivo porque es un cristiano corriente, con esposa y una hija, un estudioso que a la vez es un apasionado de la actividad docente, ejercida como profesor de literatura en La Sorbona. Es un intelectual cristiano que no se refugia en ninguna barricada, un apasionado de la Cristiandad medieval que para él es fuente de inspiración, y no de estéril nostalgia. En una carta fechada en París el 30 de diciembre 1845 dice a un amigo: “Siempre he considerado que los laicos servirían mejor a su fe aprovechando todos los detalles de la ciencia para abordarlos cristianamente, en vez de quedarse en los detalles de la apologética dónde los teólogos no les han dejado mucho que hacer”. No es partidario de dialécticas que puedan llevarnos a olvidar que estamos en el mundo. Por otra parte, Ozanam reparó en un aspecto de la defensa de las convicciones cristianas, que sigue siendo muy actual: el de los que están convencidos de que esa defensa pasa por la completa descalificación del adversario. Caen así en la vieja trampa de pensar que el que tiene razón es el que más grita. Por el contrario, Ozanam no deja de poner en práctica la caridad, tal y como dice en una carta de 9 de abril de 1851: “Aprendamos a defender nuestras convicciones sin odiar a nuestros adversarios, a amar a los que piensan diferente a nosotros, quejémonos menos de nuestra época y más de nosotros mismos”.

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