Ad líbitum, con Javier Pereda

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Hoy: Caída

Redacción COPE Jaén

Jaén - Publicado el

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Ante la denuncia presentada a la Fiscalía y el Defensor del Pueblo por el Ministerio de Derechos Sociales contra el obispo emérito de Alcalá de Henares, no me resisto a echar un cuarto a espadas. El ministerio de Pablo Bustinduy, acusa a monseñor Reig Plá de un presunto delito de odio del artículo 510.2 del Código Penal. El escándalo farisaico radica en que el prelado en una homilía asociara la discapacidad con la herencia del pecado, en la salmantina Alba de Tormes. Sin embargo, ningún reproche al aborto o la eutanasia. Esa expresión, sacada de contexto, con independencia del derecho a la libertad de expresión y la libertad religiosa, podría sorprender. Para responder a estas cuestiones de carácter filosófico y teológico, habría que profundizar en el origen del mal, la libertad y la naturaleza del hombre, e incluso en la existencia del pecado. Conceptos que han sido abordados por la cultura occidental a lo largo de los siglos. Ya en el siglo IV, el filósofo y teólogo, san Agustín de Hipona, ante la experiencia del sufrimiento y de los males en la naturaleza escribió en las “Confesiones”: “Buscaba el origen del mal y no encontraba solución”. Sólo una vez que se convirtió, encontró respuesta al “misterio de la iniquidad” a través del “misterio de piedad”. El relato de la caída de Adán y Eva en el paraíso terrenal, revelado en el Génesis, primer libro del Antiguo Testamento, nos explica cómo toda historia humana está marcada por el pecado original. Con el simbólico “incidente de la manzana”, el hombre, tentado por el “padre de la mentira”, rompió la amistad con Dios al desobedecerle y comer del único árbol prohibido, por creerse la falsa promesa de “seréis como dioses”. Con esta ofensa a Dios, el hombre echó a perder el estado de santidad y gracia del que entonces gozaba, los dones preternaturales: la inmortalidad, el dominio de las pasiones y la ausencia del sufrimiento; lo que supuso unas consecuencias verdaderamente dramáticas. A partir del pecado original, la unión del hombre y la mujer quedó sometida a tensiones y sus relaciones serían de deseo y dominio, la creación se sometería a la servidumbre de la corrupción, surgieron la indigencia material, las opresiones injustas, las guerras y los odios, las enfermedades físicas y psíquicas. Dios anuncia al hombre: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, y, sobre todo, la muerte entra en la historia de la humanidad. Acontece entonces que este pecado original, siendo un misterio, se transmite a toda la humanidad, y el hombre experimenta, además de la muerte, la inclinación al mal o “concupiscencia”. Como recuerda el Concilio de Trento (1546) contra la Reforma Protestante, el pecado original no destruye ni corrompe totalmente la naturaleza humana, sino que queda herida; sometida a la ignorancia, al sufrimiento, a la muerte, e inclinada al pecado. De ahí la importancia de que Jesucristo nos redima con su Pasión y Muerte en la Cruz, que restaura la amistad del hombre con Dios, y mediante el Bautismo nos hace hijos de suyos. El pelagianismo erraba de optimismo voluntarista cuando pensaba que, con las solas fuerzas naturales, sin la ayuda de la gracia, se podía llevar una vida moralmente buena. Martín Lutero, con su pesimismo desesperanzado también se equivocó al creer que la naturaleza humana estaba totalmente corrompida por el pecado original, con una tendencia irremediable al mal. Ni el hombre es bueno por naturaleza, como afirmaba Rousseau, ni malo por naturaleza, como sostenía Maquiavelo. El hombre puede elegir entre buscar la santidad o el mal. Como indica san Juan Pablo II en la encíclica “Centesimus annus”, ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el ámbito de la educación, la familia, la política, la acción social y las costumbres. ¿Por qué Dios no impidió que el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva, pecaran? Además de respetar la libertad, porque según san León Magno la gracia de Cristo, mediante los frutos de su Pasión, nos aporta bienes mayores. Para santo Tomás de Aquino, porque la naturaleza humana ha sido destinada a un fin más alto, después del pecado: ¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor! Sin contemplar la existencia del pecado original, no se puede entender realmente al hombre.

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