El asalto al Capitolio de Washington por cientos de seguidores de Donald Trump, no solo es el triste colofón del empeño demencial del todavía presidente de Estados Unidos de no reconocer su derrota electoral, sino la insólita escenificación de la profunda división de la sociedad norteamericana. Trump era consciente, sin duda, de que la arenga provocadora que dirigió a sus seguidores para impedir la proclamación de Joe Biden como nuevo presidente por congresistas y senadores, estaba destinada al fracaso. Pero pretendía demostrar su poder de convocatoria como un aviso a la nueva Administración sobre lo que puede ocurrir cuando empiece a ejercer.

La presidencia de Biden nace lastrada por la amenaza de fractura civil, y una de sus principales tareas será curar la herida de la división que ya estaba presente desde hace años, pero que la presidencia de Trump ha llevado al límite. Las imágenes del asalto al Capitolio van a estar presentes como una advertencia sobre la fragilidad del sistema democrático y la necesidad de infundirle savia nueva. Las escenas que hemos contemplado en Washington reflejan un simbólico asalto del populismo a las democracias occidentales, cada día más necesitadas de renovación y de liderazgo moral. En España ya hemos visto cómo se ataca a las instituciones desde el propio Gobierno, y cómo se ha jaleado a la turba para rodear el Congreso y algunos parlamentos regionales.