La polémica en torno al modo inadecuado con que el Gobierno quiere controlar la desinformación no puede hacernos olvidar el problema real. Las investigaciones más serias realizadas en torno al 1 de octubre de 2017 en Cataluña reflejan la intervención de Rusia en el intento de secesión. Hay indicios más que sobrados de que Putin y otros agentes de desestabilización, como Assange, han estado operando para desestabilizar algunas democracias occidentales.

Junto a ciertos sujetos internacionales, como Rusia, que ha dedicado recursos, plataformas mediáticas en español y robots para la difusión de noticias falsas que pueden hacer daño, tenemos la falta de regulación de las redes sociales. La falta de filtros en Facebook es paradigmática. Las grandes compañías del llamado capitalismo de vigilancia tienen como objetivo crear un consumo creciente, emplear el mayor tiempo de los usuarios. Y con este fin utilizan sistemas de inteligencia artificial que potencian los contenidos más vistos. Esos contenidos son, a veces, desinformación que cautiva las reacciones emotivas. Es más fácil, por desgracia, que se difunda una teoría conspirativa sobre las vacunas que una información compleja que cuente la realidad de los remedios contra el COVD. La audiencia no puede ser el último criterio.

En esta situación los medios tradicionales no son los que deben ser controlados, como bien ha indicado la Comisión Europea. Son los aliados para afrontar un reto sin precedentes.