¿Conseguirá Donald Trump agotar su mandato? La pregunta ha resurgido con fuerza en una semana horrible para el presidente de Estados Unidos. Su exjefe de campaña ha sido condenado por fraude y afronta una condena de hasta 80 años de cárcel. A la vez, su antiguo abogado personal le ha implicado en unos pagos ilegales a dos amantes para evitar que el escándalo salpicara su campaña electoral. Trump ha quedado en evidencia por haber mentido sobre el asunto, una historia similar a la que arruinó la carrera política al demócrata John Edwards y que recuerda al caso Lewinsky, que cerca estuvo de costarle la presidencia a Bill Clinton. A la espera del verdadero plato fuerte, las investigaciones sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016, los escándalos se multiplican alrededor del presidente y marcan el tono para las legislativas de noviembre. Ahí se prevé un punto de inflexión. Tan relevante o más que los avances de los demócratas en el Congreso y el Senado, será el hartazgo de muchos republicanos hacia un presidente que está erosionando la credibilidad de las instituciones con sus maneras populistas. Porque si bien el ascenso de Trump supuso un serio aviso sobre el divorcio entre la ciudadanía y las élites políticas, su errática presidencia se ha convertido en la prueba irrefutable de que las viejas formas y convenciones son consustanciales a la democracia norteamericana.