Ni siquiera el Mundial de fútbol organizado por la Argentina gobernada por la Junta Militar generó tanta polémica. El Campeonato del Mundo en Qatar se lleva con creces la palma. En primer lugar, por la falta de respeto en este país a los derechos humanos. Se ha hablado de cientos de trabajadores fallecidos por las condiciones draconianas en las obras. Se trata seguramente de exageraciones o, cuanto menos, de afirmaciones sin contrastar.

En todo caso, el país anfitrión se ha ganado a pulso que resultaran creíbles. Mientras la inversión en obras ha superado el valor del propio PIB de Qatar, a los trabajadores traídos de diversos países de Asia se les impedía por ley salir del país sin consentimiento de sus jefes o siquiera cambiar de empresa. Los reproches a la FIFA por ponerse de perfil han sido otra constante, aunque resulta hipócrita escandalizarse ahora por los efectos de la mercantilización del fútbol. Alimentar el negocio requería mercados y nuevos inversores, ya fueran empresas privadas o Estados autoritarios deseosos de lavar su imagen. Llevan años patrocinando a los principales clubs de fútbol europeos y españoles.

Los hemos visto hacerse con equipos históricos, y reventar literalmente el mercado. El futbol sigue siendo un referente educativo, un espejo en el que se miran millones de niños de todo el planeta, pero es evidente que el negocio ha podido más y el espectáculo en ocasiones se nos ha ido de las manos. No es un problema de ahora. La virtud del Mundial de Qatar es que ha hecho que se hable abiertamente del problema. Hasta hoy, seguramente. El mundo se para, rueda la pelota.