La muerte del jesuita Stan Swamy, que permanecía bajo arresto, ha provocado una ola de indignación internacional. Anciano, enfermo de Parkinson y aquejado de diversas dolencias, su salud se deterioró rápidamente durante los nueve meses que pasó encarcelado en condiciones de insalubridad, lo que le produjo enfermar de Covid.
Las autoridades indias rechazaron su puesta en libertad por razones humanitarias, a pesar de la apabullante evidencia de que la investigación y el juicio por terrorismo del que salió condenado solo podía calificarse de farsa total. Su verdadero “crimen” fue ponerse del lado de los pobres y animarles a no callarse ante la injusticia. El padre Swamy conocía bien el peligro al que se exponía por defender a grupos tribales y población dalit de la voracidad de grandes empresas en complicidad con diversas administraciones.
Sufrió “un despiadado vía crucis infligido por la codicia empresarial y las leyes injustas”, ha dicho el cardenal Bo, de Myanmar, en representación de los obispos de Asia. Viendo que sus fuerzas le abandonaban, el jesuita pidió poder morir con su gente. Ni siquiera eso le fue concedido. Pero a cambio ha hecho visible el escándalo de comunidades adivasi enteras, expulsadas de sus tierras y obligadas a vivir en vertederos. Stan Swamy forma ya parte de la mejor historia de su país, en la estela de la no violencia del Mahatma Gandhi. También de una Iglesia a menudo invisible que se deja la piel día a día viviendo el Evangelio entre los más pobres. Ahora otros continúan su legado.