La Santa Sede y China han anunciado la renovación por otros dos años del Acuerdo Provisional sobre el Nombramiento de Obispos de 2018. El texto permanece secreto por voluntad de Beijing, pero como han explicado los máximos responsables de la diplomacia vaticana, su contenido, a estas alturas, no es un misterio para nadie. La paradoja es que se trata de un acuerdo de trascendencia histórica y, a la vez, alcance muy limitado. De forma provisional, como su nombre indica, regula simplemente la ordenación de obispos de mutuo acuerdo, sin que por el momento implique siquiera relaciones diplomáticas o incluso un estatus jurídico para la Iglesia. Pero de facto, la autoridad del Papa es reconocida.

Y se evita el peligro real de una escisión entre los llamados católicos oficialistas y los subterráneos, obligados estos últimos a vivir en la clandestinidad en la época de persecución más dura. No es que la situación sea ahora idílica, como saben numerosas comunidades católicas sometidas a hostigamiento, algo que padecen también otras religiones. Simplemente se reconoce que existen unos mínimos a partir de los cuales es posible trabajar para normalizar la situación en el futuro, dentro de la política de “pequeños pasos” iniciada por Juan Pablo II. Por eso la Santa Sede no pierde, sino que ve reforzada su autoridad moral, que a veces implica promover el bien posible sin perder de vista cuál es el objetivo y sentido de la misión.